Todo es verdad…

Fecha: 20 de abril de 2020 Categoría: Atisbos Comentarios: 0
Deliciosa película All is True (Todo es verdad), de Kenneth Branagh, quien se da el gusto no sólo de producir y dirigir, sino de interpretar al propio William Shakespeare.
 
Branagh es un experto en la materia. Debutó como director con Enrique V (también interpretó al personaje protagónico: ese joven disipado que se convierte en rey guerrero) a los veintitantos años y siguió llevando a Shakespeare al cine durante toda su carrera. Ahora, en su madurez, encarna al propio Shakespeare en el último tramo de su vida: un Shakespeare abatido, después del incendio que destruyó su teatro, El Globo (The Globe Theatre), retirándose a su pueblo natal (Stratford-upon-Avon), donde terminaría muriendo tres años después. La película es deliciosa, triste, pero con algunos grandes momentos de alegría y redención. Una obra maestra, sin duda.
 
Lo más bello de la película, a mi juicio, es el encuentro actoral de dos maestros: el propio Branagh, como Shakespeare y el maravilloso Ian Mckellen como el Conde de Southampton. A este conde se le atribuyen algunos de los sonetos de Shakespeare, los de naturaleza homoerótica. Shakespeare, no se detuvo allí y también escribió otro paquete de sensuales sonetos a una misteriosa mujer de cabello negro, sin identificar (conocida tan sólo como “The Dark Lady”, es decir, La Dama Oscura). Shakespeare no parecía tener muchos problemas para apasionarse por un género u otro.
 
El caso es que pocas veces se podrá ver en una película un encuentro así, el de los maestros Ian Mckellen y Kenneth Branagh, derramando genialidad en la pantalla eterna.
 
Es el encuentro de dos ancianos recordando los versos que los unen, donde emociones poderosas se conjugan sin posibilidad alguna de plena realización. Es el canto a una belleza efímera y a la vez eterna.
 
La escena realmente da miedo por todo lo que evoca.
 
Con Shakespeare mantengo una relación tormentosa desde hace años. Lo leo (he leído muchas veces algunas de sus obras) pero no puedo dejar de subrayar cada renglón mientras lo hago, lo cual convierte mi lectura en un ejercicio casi tortuoso. Disfruté, además, casi todas las películas inspiradas en sus obras y en su propia vida, pero creo que ésta será una de mis favoritas.
 
Conozco, claro, la versión (popular versión, debo admitir) que condena a Shakespeare al papel de un simple monigote, afirmando que la real autoría de sus obras correspondió a otro, un escritor fantasma que nunca quiso poner su propio nombre en sus escritos. La conjetura comprende a Francis Bacon, a Henry Neville o incluso a Christopher Marlowe.
 
Para mí, sin embargo, tales hipótesis son puras tonterías. Las considero una expresión más de la acabada conjura de los necios sobre los gigantes: nunca pueden soportar que alguien posea el genio, que a los demás les está vedado y por ello suponen que sus obras son en realidad de otros.
 
En este caso, se trata también de la expresión de un rencor de clase: los de ínfulas nobles no pueden admitir que un hombre salido de las clases modestas pueda bordar historias donde domina el conocimiento psicológico profundo, las anécdotas crudas de la nobleza y la pasión de las grandes ideas.
 
Shakespeare, sin embargo, sigue vigente, por encima del mismo Bacon, ya no se diga de Neville o de Marlowe. Además, nos sigue regalando grandes momentos, a veces de forma indirecta, como en ese encuentro imaginario con el Conde de Southampton.
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