El socorrista de gatos

Fecha: 28 de enero de 2019 Categoría: Casa de Empeños Comentarios: 0
A los ocho o nueve años tuve una gata especial, larga y esbelta, de aspecto atigrado, con un pelo extraño, pequeño y apretujado contra su piel. Parecía cruzada con esos gatos egipcios. Incluso tenía algo de su extraña majestad. Un día llovió de forma terrible. Debió ser alguno de esos ramalazos tropicales que azotan de vez en cuando a Colima. Fue una lluvia tupida con mucho viento, pero sin rayos. La casa de mis padres tenía (tiene todavía) un pequeño patio interior sin techo, poblado de plantas de ornato. Por allí escuché unos maullidos desesperados. Nunca había escuchado unos así, tan llenos de angustia. Me asomé al techo. Mi gata me llamaba con desesperación. Estilaba agua, pero me veía fijamente con sus ojos amarillos y seguía maullando con un tono imposible de rechazar. Pensé que mi gata estaba asustada y le grité que viniera. “Ven, brinca”, le dije, pero la gata seguía mirándome y maullando. Pensé que tenía miedo de hacerse daño y fui por una sábana que hiciera las veces de red salvavidas. Le mostré la sábana empapada, pues seguía lloviendo con intensidad de diluvio y volví a invitarla a saltar, pero nada, la gata seguía maullando con desesperación. Desapareció un momento de mi vista, pero los maullidos siguieron llegando, casi perdidos entre el ruido atroz de la lluvia. Después volvió a aparecer. Me miró de nuevo y volvió a llamarme con tonos exasperados. Entonces comprendí que algo ocurría arriba, en el techo. Ese patio tenía una celosía, formada con pequeñas piezas de ladrillo, que daban a un pequeño corredor. Por ellas podía trepar al techo. Ya lo había hecho antes, pero no con una lluvia tan terrible. Era fácil resbalar y caer de espaldas en tales empeños. Pero de cualquier forma tenía que intentarlo. La gata pedía mi ayuda. Mi madre se opuso, claro, pero no podía rechazar ese maullido desesperado. Al final accedió. Subí con dificultad entre la lluvia mientras mi madre me veía con angustia. Llegué al techo, que estaba casi inundado por la intensidad de la precipitación. En una esquina estaba colocado un antiguo tinaco, hecho de un material sólido y pesado. Estaba colocado sobre una base que formaba un pequeño hueco por abajo. Hasta allí me llamó la gata. Entonces comprendí. Allí estaban cinco o seis gatitos recién nacidos, a punto de ahogarse. Tiritaban de frío y se veían frágiles y desesperados. Nunca me di cuenta de que mi gata estaba embarazada. Lo cierto es que había decidido que aquel era un magnifico lugar para criarlos: tranquilo, fresco y sombreado. Claro, no podía saber que llovería de esa forma sin previo aviso. Agarré al primer gatito, lo cargué hasta el patio y comencé a bajar por la celosía, agarrándome con una sola mano mientras escurría agua por todo mi cuerpo. Mi madre agarró al gatito y lo envolvió en alguna tela seca, mientras yo volví a subir. La operación tenía que ser individual, pues no podía cargar más de uno con la mano y necesitaba la otra para bajar del techo. Todo se complicaba con la fuerza de la lluvia. Cada vez que regresaba imaginaba que encontraría a uno de los gatitos muerto. Cuando bajé el último, la gata desapareció. Mi madre y yo los secamos, maltrechos y empapados. Después los colocamos en una habitación de servicio, donde se guardaban los implementos de jardín y otros cachivaches. Acondicioné unas cajas vacías y trapos viejos, pero secos, como si fueran un nido. Los gatitos seguían con los ojos cerrados y lloraban con desesperación. Estaban algo deteriorados pero vivos. Entonces llegó la gata. Debía tener su propia forma de subir y bajar del techo. Los lamió y acurrucó. Después supervisó el nuevo refugio y al parecer lo aprobó, pues se recostó a darles de comer. Ya no maullaba. Mientras los retoños buscaban sus tetas me miró con tranquilidad. Todos sobrevivieron y se quedaron. Fueron la base de toda una colonia de gatos que pobló mi casa y se dispersó por los alrededores del barrio. Aún me parece descubrir algunos gatos por el rumbo que se parecen a esa gata y a esa primera camada. Siempre he pensado que esa acción heroica con esos gatitos se quedó grabada de alguna forma en mi espíritu. Quizás por eso los gatos tienden a mirarme fijamente y maullarme con delicadeza, como si platicaran conmigo. Algunos se acercan y se refriegan en mis pies. Quizás para ellos soy, para siempre, un socorrista heroico de su especie, un aliado de sus momentos difíciles.
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