Elogio de la derrota: el ejemplo de Foreman

Fecha: 4 de mayo de 2020 Categoría: Casa de Empeños Comentarios: 0

Nuestra época es aficionada a la victoria. Es una afición cruel. Se exalta al triunfador y se denigra al derrotado. Esa visión es tendenciosa y, como casi todo lo que resulta de la “moda”, una impostura, algo errático. En realidad, se debería advertir (a todo el que quiera escuchar) que la victoria es algo circunstancial, que no ocurre siempre, que es azarosa, que la vida se hace de una combinación de victorias y derrotas. Incluso, debería decirse a tiempo que es más probable acumular derrotas que victorias. Eso sería más realista y prepararía al ser para enfrentar con menos dramatismo la existencia.

Es más, existe a veces una mayor dignidad en la gran derrota que en la gran victoria. Un ejemplo puede ser elocuente: el del gran boxeador George Foreman.

Foreman sufrió la más dura de las derrotas en la llamada pelea del siglo XX: contra Muhammad Alí, en Kinshasa (República del Congo) en 1974. Foreman era el campeón, tenía 25 años y se consideraba imbatible. Estaba, además, en plena forma física. Sus golpes eran formidables y los potenciaba entrenando muy duro. Se dice que golpeaba sacos endurecidos centenares de veces y repetía los movimientos con pesas dentro de una alberca.

Pero Alí, de 32 años, era un genio y a pesar de que no llegaba en su mejor momento logró construir una complicada estrategia de resistencia que terminó dándole el triunfo por nocaut.

El combate fue memorable y Alí consiguió uno de los grandes triunfos de la historia del boxeo. Foreman se hundió en una profunda depresión por un par de años. Era lógico: parecía invencible y de golpe lo habían condenado a ser el ejemplo eterno de la derrota.

Regresó dos años después, ganó algunos combates, pero fue derrotado de nuevo por nocaut (a cargo de Jimmy Young, en 1977). Después volvió a caer enfermo, tuvo problemas con el corazón y abandonó todo para dedicarse a una vida de meditación. Incluso se volvió reverendo en una de las muchas iglesias que existen en Texas.

Hasta aquí todo parecía indicar que Foreman se hundiría en un triste anonimato, pero después de su reencuentro con Dios regresó diez años después. Ya tendría 38 años, una edad casi impensable para el boxeo de gran nivel. Sin embargo, comenzó a ganar peleas y a volver a la ruta del ascenso. También se convirtió en empresario de productos cárnicos y procuró la amistad con su antiguo rival, Alí.

En 1991, ya con 42 años, fue derrotado por el entonces campeón del mundo, Evander Holyfield, de 28 años. Pero fue derrotado por puntos. El campeón no logró derrumbarlo y todos aplaudieron la resistencia deportiva de Foreman. Volvió a ser vencido en la disputa por el título mundial de los pesos pesados por Tommy Morrison en 1993.

En 1994 volvió a aspirar al campeonato mundial, frente a Michael Moorer. Los organismos rechazaron a Foreman por su edad, pero recurrió a la justicia alegando discriminación y consiguió el derecho a la pelea, que ocurrió el 5 de noviembre de ese año.

Durante los primeros nueve asaltos Moorer dominó la pelea, pero en el décimo Foreman logró enviar al rival a la lona y se convirtió, de forma insólita, en campeón del mundo otra vez. Fue a la esquina, se arrodilló y rezó. Dijo que su triunfo era de Dios. No hay duda de eso, pero él supo honrar la deuda con su fe.

De esa forma, Foreman rompió dos récords: el boxeador más veterano en conseguir el titulo mundial (45 años) y el púgil que tardó más en recuperar el título habiéndolo perdido (20 años).

En 1999, después de muchos conflictos con las organizaciones de boxeo, se retiró.

No sólo fue campeón dos veces: también obtuvo a los 19 años la medalla de oro en los juegos olímpicos de 1968 (en México).

Si me preguntan, me parece más elocuente y digna de imitación la vida de Foreman que la del mismo Alí. Por lo menos, es digno colocar las dos fotografías lado a lado, como un ejemplo de la tenacidad.

Foreman sigue vivo, con aceptable salud, es un exitoso empresario, es también pastor de su iglesia y se mantiene activo en los medios de comunicación.

Sufrió la derrota, pero regresó una y otra vez hasta alcanzar la victoria decisiva: la de la propia vida.

Nada mal para un “derrotado”, digo yo.

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