Apuntes de la categoría: Casa de Empeños

Estrategia

Fecha: 26 de marzo de 2021 Categoría: Casa de Empeños Comentarios: 0

Tocar algo en el instante, cualquier cosa, para saber que estoy ahí y que en ese lugar y en tal momento está mi vida, mi presente auténtico, mi yo en totalidad, más allá de los momentos pasados o los momentos que pasarán. A veces olvido que la vida es lo que está sucediendo y no lo que pienso que sucede. Por eso palpo, para situarme.

El club

Fecha: 26 de marzo de 2021 Categoría: Casa de Empeños Comentarios: 0

Debería crearse un club de las tardes de domingo. Allí los solitarios nos reuniríamos para comentar algo, tomar un café o una copa de vino, reírnos de lo que sucede, criticar a todos y a nadie, hacer chistes de los que pasan y volver a la casa sintiendo que el día valió la pena.

Gracias a ti, mi Dios

Fecha: 9 de noviembre de 2020 Categoría: Casa de Empeños Comentarios: 0
Gracias Dios por permitirme vivir (sobrevivir es la palabra justa) en unos años muy duros. Años de cercanía con el abismo, caminando en solitario, imaginando el desastre, mientras algunos intentaron (se deleitaron en ello, podría decirse) arrastrarme a lo profundo, con un rencor que nunca pude comprender.
 
Gracias Dios por darme la fuerza. Una fuerza que fue para soportar, no luchar, pues ni las manos pude meter. Fui (debo confesar) un púgil sin técnica, sin juego de pies, sin guardia arriba, pero que siguió erguido, resistiendo a puro corazón, tan sólo por no caer.
 
Aquí el vigor fue resistir a la quiebra, apartarse de la ruina, intentar no ceder.
 
Gracias Dios porque me sentí solo pero no tanto, pues nunca me dejaste por completo y quizás observabas atento, esperando que yo, uno de tantos, tuviera el acierto de seguir caminando.
 
Gracias Dios que me dejaste ver que algunos, que pensé me estimaban, en realidad aguardaban atentos mi caída. Sin este periodo cruel, insisto, de cuatro años o quizás cinco, seguiría pensando que esos algunos (y algunas) estaban de mi lado.
 
También debo dar gracias pues resurgieron otros amigos, que casi ni recordaba, que tenía situados en un nivel abajo en ésa mi absurda clasificación de los afectos, que me renovaron su amistad en momentos precisos. Uno de ellos, en un momento terrible, llegó a mi casa en la noche, de sorpresa, y me dijo: “hermano, ¿qué necesitas?”
 
Eso es invaluable y va más allá de lo que pude esperar. Ojalá pueda retribuir un poco a él y a los demás, de lo mucho que me dieron en esos días tan difíciles. Gracias Dios, entonces, por ayudarme a discernir con claridad entre el afecto real y las sonoras palmadas.
 
Gracias Dios, también, porque descubrí que a veces quienes dicen quererte, incluso amarte, son quienes más pueden dañarte y es mejor tomar distancia.
 
Gracias Dios por darme un camino y dejarme creer en él, cuando incluso personas cercanas me exigían más allá de mis fuerzas, me señalaban más allá de mi capacidad, me arrojaban más allá del peso permitido, como si yo fuera el culpable de lo que pasaba.
 
Gracias Dios porque descubrí que mi madre y mi hermana nunca me dejan solo, ni en la peor circunstancia.
 
Gracias también porque me acordé tanto de mi padre, cuando casi me rendía, y su recuerdo me alentaba.
 
Gracias Dios pues no fallé en el momento decisivo, me mantuve íntegro, aguanté hasta el final, estuve allí hasta el último suspiro.
 
Gracias Dios porque me enviaste a alguien que me trasmitió un mensaje en tu nombre, siendo que yo, tan sordo, no podía escucharlo de ti mismo.
 
Gracias Dios pues conocí gente de fe que contagia con su aliento.
 
Gracias Dios porque también supe de seres que al querer ayudar en realidad afectan, diciendo esto o lo otro, hablando de magia y remedios, levantando falsas expectativas, cuando en realidad son cosas vanas, pues sólo lo que tú dices es lo que vale la pena.
 
Gracias Dios porque me levantaste de las sombras y me diste un nuevo propósito.
 
Gracias Dios porque me mantuviste con vida para cuidar de mis hijas y seguir haciendo algo por los demás, que es mi vocación profunda.
 
Gracias Dios pues trabajé con un gobernador que me ayudó a cumplir mis tareas sin dejar de hacer todo lo demás.
 
Gracias Dios porque aquí sigo.
 
Gracias Dios por lo que quieras hacer de mí, hoy y en lo sucesivo.
 
Gracias Dios porque mantengo mi alegría, a pesar de todo.
 
Gracias Dios porque no soy parte de los ingratos, de los oscuros, de los amargados, de los absurdos, ni de los vencidos.
 
Gracias Dios porque alcancé algunos éxitos, pues algo es algo y esos pequeños avances lo fueron a pesar de todo.
 
Gracias Dios, en suma, por todo esto y por lo que vendrá.
 
Espero estar a la altura de lo que decidas.
 
Gracias otra vez.
 
Amén.

El Gato Negro

Fecha: 23 de junio de 2020 Categoría: Casa de Empeños Comentarios: 0
Caminaba en calles vacías, como lo hago cuando puedo, un poco por ejercicio y otro tanto para dar oportunidad al recuento y la reflexión. Me acercaba a mi casa cuando descubrí en una esquina un pequeño bulto. Avancé con cuidado. Era un gato negro que acechaba. Me gustan los gatos, así que lo miré con simpatía. Él también me miró con unos extraños ojos color naranja. Estaba por seguir caminando cuando el gato habló, con una voz aguda, casi quebrada, que erizó hasta los vellos de mis brazos.
 
―Rubén, si sigues caminando me cruzaré en tu camino y todo te irá mal. Pero hoy me siento benévolo y decidí advertirte. Si me pides piedad no cruzaré y te dejaré seguir tu camino.
 
Las palabras, condescendientes, me cayeron mal, tanto que se me pasó el susto de inmediato. No me gusta cuando alguien me lanza una amenaza y la disfraza con una dádiva, como si me hiciera un favor. Es un defecto que tengo. Eso me provoca muchos problemas, pero bueno, así soy y cruzo por una edad en la que no puedo ser de otra forma, así que le respondí.
 
―No me interesa tu benevolencia, estimado gato. Y no me gusta pedirle piedad ni perdón a nadie, sólo a Dios. Así que muchas gracias, pero no acepto tu advertencia.
 
La sombra negra me respondió:
 
―No me digas gato, como si fuera algo cualquiera. Mejor di mi nombre: Fatalidad. Quizás sabes que cuando me atravieso en el camino de alguien todo puede ir muy mal. Pude cruzar en tu camino y no lo hice, pues veo que amas a los gatos y los alimentas en la noche. Pero, en fin, eso me gano por ser amable.
 
Eso de ostentar amabilidad en ciertas circunstancias, quisiera anotar aquí, es una táctica de intimidación de quienes intentan manipularnos. Detesto esa falsa amabilidad, sobre todo cuando se acompaña de una sonrisa irónica. Como estaba oscuro no podía ver con claridad la sonrisa del gato, pero la intuía. Así que le dije:
 
―Mira, Fatalidad, como fuiste amable también lo seré contigo y te confesaré una cosa: soy un tanto supersticioso y si bien amo los gatos no puedo soportar que uno negro se cruce en mi camino. Cuando eso sucede le doy un patadón aterrador que puede arrojarlo muchos metros, nada más por las dudas. Con eso siento que equilibro el marcador. Así que ten cuidado Fatalidad, quizás si me cruzas te pueda alcanzar y de la patada que daré te arrancaré mínimo seis vidas de golpe. Incluso todas.
 
El gato abrió mucho sus ojos anaranjados y me miró con cuidado, como calculando si lo que yo decía era verdad o un alarde. En un instante se levantó y dio la impresión de estar a punto de cruzarse en mi camino, pero algo lo contenía. Parecía dubitativo. Entonces dijo:
 
―Soy muy rápido. Tu ya no estás en los mejores años. Cruzaré y no me alcanzarás a tocar.
 
Hice un poco hacia atrás mi pierna derecha, para prever algún salto repentino de Fatalidad, y le dije:
 
―Quizás ya no sea el joven que fui, pero vaya que pego duro Fatalidad, sea con los puños o con las piernas, Ya lo han probado muchos que quisieron calarme a lo largo de los años. Así que tú tienes la última palabra.
 
Fatalidad me miró otra vez, como escudriñando. Volvió a sentarse como se sientan los gatos y dijo con parsimonia, con esa voz aguda que sacudía la piel:
 
―Bien Rubén, pasa. Este día no quiero jugar a las vencidas contigo. Esperaré por aquí a otra persona. Hay alguien que suele deambular por aquí y que es muy grosero con los pobres gatos del baldío cercano. Mejor me cruzaré en su camino y no en el tuyo.
 
Caminé entonces, di la vuelta a la esquina y me alejé de Fatalidad. Volví a mirarlo cuando ya me alejaba. Seguía en la esquina, mirando hacia el otro sentido e ignorándome por completo. Me imagino que se quedó esperando al otro incauto.
 
Pobre Fatalidad. Ignora que soy experto en alegatos y de joven hasta fui campeón nacional en esas cosas. Eso sí, patadas nunca supe pegar, ni siquiera a los balones en los partidos del recreo, pero algo tenía que decir en esa esquina en la oscuridad.

Elogio de la derrota: el ejemplo de Foreman

Fecha: 4 de mayo de 2020 Categoría: Casa de Empeños Comentarios: 0

Nuestra época es aficionada a la victoria. Es una afición cruel. Se exalta al triunfador y se denigra al derrotado. Esa visión es tendenciosa y, como casi todo lo que resulta de la “moda”, una impostura, algo errático. En realidad, se debería advertir (a todo el que quiera escuchar) que la victoria es algo circunstancial, que no ocurre siempre, que es azarosa, que la vida se hace de una combinación de victorias y derrotas. Incluso, debería decirse a tiempo que es más probable acumular derrotas que victorias. Eso sería más realista y prepararía al ser para enfrentar con menos dramatismo la existencia.

Es más, existe a veces una mayor dignidad en la gran derrota que en la gran victoria. Un ejemplo puede ser elocuente: el del gran boxeador George Foreman.

Foreman sufrió la más dura de las derrotas en la llamada pelea del siglo XX: contra Muhammad Alí, en Kinshasa (República del Congo) en 1974. Foreman era el campeón, tenía 25 años y se consideraba imbatible. Estaba, además, en plena forma física. Sus golpes eran formidables y los potenciaba entrenando muy duro. Se dice que golpeaba sacos endurecidos centenares de veces y repetía los movimientos con pesas dentro de una alberca.

Pero Alí, de 32 años, era un genio y a pesar de que no llegaba en su mejor momento logró construir una complicada estrategia de resistencia que terminó dándole el triunfo por nocaut.

El combate fue memorable y Alí consiguió uno de los grandes triunfos de la historia del boxeo. Foreman se hundió en una profunda depresión por un par de años. Era lógico: parecía invencible y de golpe lo habían condenado a ser el ejemplo eterno de la derrota.

Regresó dos años después, ganó algunos combates, pero fue derrotado de nuevo por nocaut (a cargo de Jimmy Young, en 1977). Después volvió a caer enfermo, tuvo problemas con el corazón y abandonó todo para dedicarse a una vida de meditación. Incluso se volvió reverendo en una de las muchas iglesias que existen en Texas.

Hasta aquí todo parecía indicar que Foreman se hundiría en un triste anonimato, pero después de su reencuentro con Dios regresó diez años después. Ya tendría 38 años, una edad casi impensable para el boxeo de gran nivel. Sin embargo, comenzó a ganar peleas y a volver a la ruta del ascenso. También se convirtió en empresario de productos cárnicos y procuró la amistad con su antiguo rival, Alí.

En 1991, ya con 42 años, fue derrotado por el entonces campeón del mundo, Evander Holyfield, de 28 años. Pero fue derrotado por puntos. El campeón no logró derrumbarlo y todos aplaudieron la resistencia deportiva de Foreman. Volvió a ser vencido en la disputa por el título mundial de los pesos pesados por Tommy Morrison en 1993.

En 1994 volvió a aspirar al campeonato mundial, frente a Michael Moorer. Los organismos rechazaron a Foreman por su edad, pero recurrió a la justicia alegando discriminación y consiguió el derecho a la pelea, que ocurrió el 5 de noviembre de ese año.

Durante los primeros nueve asaltos Moorer dominó la pelea, pero en el décimo Foreman logró enviar al rival a la lona y se convirtió, de forma insólita, en campeón del mundo otra vez. Fue a la esquina, se arrodilló y rezó. Dijo que su triunfo era de Dios. No hay duda de eso, pero él supo honrar la deuda con su fe.

De esa forma, Foreman rompió dos récords: el boxeador más veterano en conseguir el titulo mundial (45 años) y el púgil que tardó más en recuperar el título habiéndolo perdido (20 años).

En 1999, después de muchos conflictos con las organizaciones de boxeo, se retiró.

No sólo fue campeón dos veces: también obtuvo a los 19 años la medalla de oro en los juegos olímpicos de 1968 (en México).

Si me preguntan, me parece más elocuente y digna de imitación la vida de Foreman que la del mismo Alí. Por lo menos, es digno colocar las dos fotografías lado a lado, como un ejemplo de la tenacidad.

Foreman sigue vivo, con aceptable salud, es un exitoso empresario, es también pastor de su iglesia y se mantiene activo en los medios de comunicación.

Sufrió la derrota, pero regresó una y otra vez hasta alcanzar la victoria decisiva: la de la propia vida.

Nada mal para un “derrotado”, digo yo.