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Un comentario sobre «La niña sin alas», de Paloma Díaz Mas

Fecha: 18 de diciembre de 2019 Categoría: Nueva guía de perplejos Comentarios: 0

 “La niña sin alas”, de Paloma Díaz Mas

Un cuento que se acerca a la perfección, el de Paloma Díaz Mas, La niña sin alas. Comencé a leerlo con pocas ganas, pues anticipé (de forma equivocada) que sería un alegato narrativo por la discapacidad con un mayor o menor esfuerzo descriptivo, y ya se sabe: los textos que caen en la tentación pontificadora, aleccionadora o moralizante, terminan siendo cualquier cosa menos buenos cuentos. Pero no, si bien las primeras páginas nos conducen por algo similar, el cuento nos golpea en la frente con sus líneas finales, sobre todo cuando asistimos a la expresión enfermiza de una madre eligiendo mantener de forma sangrienta la carencia de su hija, todo en el afán de persistir en su delirio de abnegación, de madre ejemplar, de mujer dotada de una misión trascendente, no sólo frente a su pareja sino hacia el resto del mundo.

Debo añadir que el cuento goza de una redacción suave y clara, como si en realidad una madre estuviera narrando su experiencia de vida. Pareciera, incluso, una confesión que una buena señora comparte con las compañeras de alguna agrupación dedicada a dar soporte colectivo a la experiencia de la discapacidad. Eso demuestra que un buen cuento no exige, por necesidad, de un lenguaje complejo y de una trama revuelta, para cumplir su propósito esencial e inscribirse en las grandes líneas del género. En este caso, la redacción a la sombra, con su carga de sorpresa, surge mansa como si fuera una consecuencia natural de la historia relatada. Puede añadirse algo más: si se tratara de elegir un cuento en un hipotético programa de fomento a la lectura, es decir, como una forma de pedagogía social para motivar a los lectores no expertos a adentrarse en el género, una elección lógica sería este cuento y no, por ejemplo, el Bestiario de Julio Cortázar, que exige de más dedicación y experiencia lectora para intentar su destilación.

El cuento de Paloma Díaz, incluso, profundiza en el dramatismo de ciertos abismos de la mente de una forma más eficaz que Sólo vine a hablar por teléfono, de Gabriel García Márquez, pues en este caso se vuelve al manido caso de la reclusión absurda, azarosa y exasperante en un manicomio, donde las previsiones psiquiátricas son antagónicas a cualquier esfuerzo explicativo (claro, los pacientes reales siempre intentan demostrar su “inocencia” con los más enredados y casi veraces monólogos). En cambio, el texto de Paloma Díaz desliza el trastorno como algo casi líquido, que se cuela entre la aparente normalidad del papel de una madre frente a la “injusticia” de tener una hija diferente. Entonces, la aparente “normalidad” se rompe con la irrupción de un rasgo obsesivo y decadente. De esa forma es válido otro supuesto, que en este caso es bastante ilustrativo: si quisiéramos elegir un cuento para ilustrar el tétrico poder de los trastornos psicológicos, no se elegiría el de García Márquez (perdón por pecar contra el gran escritor latinoamericano), sino el de Paloma Díaz.

El texto La Niña sin alas brinda otras posibilidades. Por ejemplo, puede ser ideal para explorar las complejas relaciones que se tejen entre un “cuidador primario” (en el lenguaje médico y psicológico) y el ser a su cuidado, es decir, el paciente. Es una de las relaciones más complejas estudiadas por la psicología de la salud y aún aguardan muchas sorpresas en ella. Algunos de los fenómenos que brotan de esa relación son, por ejemplo, los siguientes:

  • La posible naturaleza enfermiza de las llamadas “redes familiares de apoyo”. Es decir, si bien tales redes son indispensables, pueden transmitir más conflictividad que alivio al paciente, considerando que toda familia proyecta sus propios problemas, tensiones y obsesiones en los casos de enfermedad.
  • La necesidad de atender de forma integral, desde la perspectiva de la terapia psicológica, al núcleo familiar y en especial al “cuidador primario”, no sólo al paciente. Esta necesidad, propia de todo enfoque sistémico, en realidad se desdeña mucho en la práctica, teniendo como resultado a un paciente atendido que puede enfrentar un entorno de dificultad en su propio núcleo familiar.
  • La llamada “homeostasis familiar” en los casos de enfermedades graves o acontecimientos discapacitantes, que obligan a esfuerzos adaptativos en la familia que pueden considerarse funcionales o disfuncionales, incluso francamente enfermizos.
  • La negación, que puede orientarse hacia soluciones meta-científicas, como la brujería, la curación milagrosa, el consumo de productos insólitos y otras técnicas que pueblan el imaginario social y familiar.

Nota: un análisis más detallado de estos procesos puede consultarse en mi propio ensayo: Enfermedad terminal y apoyo familiar, una reflexión desmitificadora, en https://rubencultura.com/nueva-guia-de-perplejos/enfermedad-terminal-y-apoyo-familiar-una-reflexion-desmitificadora

En fin, podrían seguirse enumerando y explicando fenómenos como ésos, pero lo importante aquí es que resulta posible que el cuidador primario, en este caso una madre, desarrolle un tipo especial de obsesión que podría enmarcarse en los criterios de misión, destino, abnegación o renuncia, todo ello en el afán de demostrarse a sí misma y al mundo que estará consagrada a preservar al hijo o la hija diferente. Por eso, el cuento explica en algunos momentos la tensión que surge entre las amistades, que alientan a la madre a “volar”, a que salga más a la calle, a que evite esa forma de entierro en vida. Se trata de los argumentos sin brillo que todas las personas dedican, como en un rosario de penosos lugares comunes, a las madres que enfrentan la enfermedad, el deterioro o la discapacidad de un hijo o una hija. Pero la respuesta de todas las madres es la misma: persistir en la misión sin importar el precio a pagar.

¿Es posible, entonces, que el exceso de amor se vuelva una enfermiza protección?

Si. Existen muchos ejemplos en la vida cotidiana (y en la literatura) que lo confirman.

¿Es posible, también, que esa excesiva protección degenere en un trastorno, en una actitud que puede llevar al cuidador primario (una madre, por ejemplo) a desear que el padecimiento de la hija o el hijo persistan?

Por desgracia también es posible. Es parte de los abismos de una mente como la nuestra, que tantas veces nos lleva a los excesos. Por fortuna allí está la literatura, ofreciendo un espejo para mirarnos y anticiparnos a tales desmesuras.

 

Un apunte inspirado en la lectura de Calvino

Fecha: 18 de diciembre de 2019 Categoría: Nueva guía de perplejos Comentarios: 0

¿Por qué leer?, un apunte inspirado en la lectura del texto

“Por qué leer los clásicos”, de Ítalo Calvino

Leí hace tiempo el texto de Calvino, quizás unos diez años, pero siendo un pequeño apunte clásico (es analizado, citado y siempre brinda nuevas perspectivas), al leerlo de nuevo volví a emocionarme como en la primera lectura. De alguna forma cumplí en esta lectura (relectura, pues) una de sus definiciones (la primera): no lo estoy leyendo, sino releyendo. Pero además tomo conciencia de otra definición: si bien el texto sigue siendo el mismo yo cambié en estos años y al revisarlo puedo experimentarlo como una lectura nueva, de franco descubrimiento (cuarta definición).

Antes de comenzar esta reciente relectura, hice un pequeño ejercicio de lo que recordaba de la original, la de hace años. Aquí lo anoto:

  1. Un clásico es leído de forma distinta en cada época histórica y desde cada peculiar circunstancia social, económica y, digamos, vivencial. No puede ser lo mismo leer al Quijote en el siglo XIX mexicano, que leerlo en el siglo XX español, por decir algo. No sólo cambia la época, sino la perspectiva de la circunstancia nacional, con sus propios retos y esfuerzos. El libro dirá algo distinto a cada lector hipotético en esos momentos y lugares.
  2. Un clásico es también aquel libro que leemos en una edad y que nos dice algo, pero si lo leemos en una edad distinta (digamos, leerlo a los veinte años y releerlo después a los cincuenta) nos dice otras cosas más. Es algo mágico, pues el texto es el mismo, pero la diferencia de experiencias y circunstancias personales nos hace reparar en fragmentos que habíamos pasado por alto la primera vez. Somos el mismo, pero a la vez no lo somos y la lectura del mismo texto lo demostrará. Quizás este ejemplo le habría fascinado a Heráclito, más que el de los ríos.

Las dos reflexiones están empapadas de la lectura de Calvino, pero traducidas por mi propio arsenal reflexivo. No dice Calvino las cosas así, al pie de la letra, pero las interpreté y las recobré de tal forma. Era la voz de Calvino modificada por mi propia voz. Creo que es un bello ejercicio, además de muy útil, registrar lo que recordamos de la lectura original antes de emprender la relectura.

La relectura del texto de Calvino me dejó otras reflexiones que no había considerado antes o no las recordaba. Por algún motivo las había dejado en suspenso o no las incorporé a mi arsenal de recuerdos. Una de esas reflexiones, muy reveladora, es la noción de que un clásico no debe ser, por necesidad, una lectura grata. Es cierto: el libro leído puede despertar nuestras más rijosas respuestas. Puede ser, incluso, antitético a nuestra forma de concebir al mundo, a la relación con los otros, a la definición de nosotros mismos, pero a la vez su lectura nos prueba y nos invita a desarrollar argumentos de respuesta (explicación de la décima definición).

Esa explicación de Calvino confirma la noción general del arte: el arte no es algo necesariamente bello, como quisieran las conciencias pequeñas, sino algo que nos sacude, nos revela (nos muestra) y al mismo tiempo nos hace rebelarnos (nos subleva). Algo, en suma, que no puede dejarnos igual. El arte, entonces, puede ser grotesco y hasta ofensivo, pero al mismo tiempo nos modifica y permite tomar conciencia de ciertas vetas inexploradas de nuestro ser. Puede existir un arte bello, según ciertos criterios más o menos compartidos por una época, pero no todo lo bello es por definición artístico.

Otra definición, que había olvidado, es la necesidad de contrastar la lectura de los clásicos con la cotidiana de nuestra realidad (explicación de la doceava definición). Ocurre mucho al revés: o nos concentramos en el momento, saturándonos del debate y las preocupaciones actuales, o nos arrinconamos en la lectura de los clásicos del ayer, olvidando el referente de nuestro momento y circunstancia. Como todo, el secreto es el equilibrio. Calvino ofrece la clave en la definición treceava: el clásico puede ser un refugio al ruido de fondo de lo cotidiano, pero a la vez puede servir como soporte para escuchar de mejor forma al mismo ruido de fondo.

Pero lo más importante de la relectura de hoy, quizás, fue tomar conciencia de la necesidad de dedicar un tiempo en mi vida adulta para repetir las lecturas más importantes de mi juventud (explicación de la tercera definición). Haciendo memoria de los libros que leí antes de los quince o 16 años, por ejemplo, podría recordar tres o cuatro que fueron vitales:

  • 20,000 leguas de viaje submarino y Viaje al centro de La Tierra, de Julio Verne.
  • Los tigres de la Malasia, de Emilio Salgari (por cierto, no lo encontré en mis libreros. Lo busqué por internet y me apareció como Los piratas de la Malasia, quizás fue un error de memoria o un defecto de la traducción en la edición que leí de muchacho).
  • Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez (lectura que fue prohibida por mi padre hasta que fuera un poco mayor, lo cual fue el principal estímulo para leerla a escondidas. Esta lectura fue hecha en una de las primeras ediciones de Editorial Sudamericana, con unos bellos grabados de Vicente Rojo en la portada).

Debo hacer un espacio para la relectura de estos y otros textos, de acuerdo con el consejo de Calvino. Quizás encontraré en ellos algunas claves de mi propio pensamiento (explicación de la segunda definición), incrustadas allí y modificadas por mi propia experiencia de vida. Claves que, incluso, están allí sin tener plena conciencia de su origen. Creo, en especial, que la relectura de Cien años de soledad me sorprenderá bastante, pues cuando la leí por primera vez me dediqué mucho a los gratos encuentros eróticos (y salvajemente sexuales) de algunos de sus protagonistas (recuerdo, en especial, la referencia a los “chillidos de gata” de las mujeres). Quizás en este momento de mi vida atenderé otros fragmentos y el texto me regalará matices que dejé pasar en el primer encuentro.

Ahora que lo pienso, quizás mi padre tuvo razón: debí leer esa obra con un poco más de años a cuestas, pero a la vez me felicito por no hacerle caso, pues quizás por obra de esa lectura inoportuna hoy sigo leyendo con emoción adolescente y encuentro un gratificante placer en el encuentro con un libro.

Esta reflexión íntima me lleva a intentar responder a esa interrogante: ¿por qué leo?

Leo porque me da placer, quizás un placer adolescente, como si al abrir las páginas de un libro pudiera encontrar un grato encuentro amoroso o salvajemente sexual, que me reporte la satisfacción de leer con frenesí y después cerrar el libro con cierta satisfacción instintiva (perdón por lo inapropiado de la confesión, pero así es).

Calvino habla de que las lecturas de juventud pueden dar forma a la experiencia futura “proporcionando modelos, contenidos, términos de comparación, esquemas de clasificación, escalas de valores, paradigmas de belleza…” Creo que podemos añadir un elemento adicional: también pueden proporcionar experiencias placenteras, atisbos sensuales, que se volverán un referente del eros personal en la experiencia de vida y en la pasión lectora del futuro.

Enfermedad terminal y apoyo familiar, una reflexión desmitificadora

Fecha: 3 de diciembre de 2019 Categoría: Nueva guía de perplejos Comentarios: 0

Marco teórico general

Existe un consenso en el ámbito de la salud y especialmente en la psicología de la salud: las redes de apoyo o afectivas resultan indispensables para favorecer la recuperación del aquejado por una enfermedad o al menos para lograr un tránsito decoroso hacia la conclusión de ésta. Las referencias abundan al respecto. Desde la perspectiva de la salud comunitaria, “las redes sociales son un poderoso agente de bienestar y salud de las personas, que las y los profesionales debemos saber fortalecer (o generar, si no existen)”. Además, “tienen una importancia capital en cualquier tipo de proceso tendente al bienestar y el desarrollo humano pleno (Aguilar, 2016)”.  Opiniones similares se presentan al analizarse la salud del adulto mayor: “contar con redes de apoyo social tiene un impacto significativo en la calidad de vida de la persona adulta mayor. Existe evidencia de que las relaciones y las transferencias que se establecen en las redes cumplen un papel protector ante el deterioro de la salud. También contribuyen a generar un sentimiento de satisfacción puesto que logran un mayor sentido de control y de competencia personal (Murillo González, 2008)”. Desde la perspectiva institucional, la opinión favorable prevalece. Para el área de salud del gobierno federal, por ejemplo, “la construcción de una red de apoyo para el manejo adecuado y de calidad de los pacientes en fase terminal les permite evitar sufrimiento emocional y continuar con sus proyectos de vida” (Secretaría de Salud, 2016).  Podríamos seguir por páginas enteras transcribiendo argumentos similares.

El problema es que estas redes de apoyo parecen concentrarse, casi exclusivamente, en la familia, por lo menos en nuestro país, donde no parecen abundar los grupos profesionales de ayuda coordinados por personal especializado, ni los grupos de pacientes que enfrentan padecimientos similares (a menos que surjan por un interés de autoorganización).  Las materias donde se registran más avances al respecto, con una motivación institucional, son las correspondientes a la maternidad en comunidades, los pacientes con VIH-Sida y las adicciones (Instituto Nacional de Salud Pública, 2013), pero no se cuentan con redes similares, por lo menos en cantidad suficiente, frente a las muchas variantes de enfermedades terminales. En estos casos, la mayor parte de las ocasiones, los pacientes enfrentarán la enfermedad con una única red de apoyo: su propia familia y, si acaso, algunos contados amigos cercanos.

Justificación

En general, las redes de apoyo despiertan elocuentes comentarios: generan “un impacto significativo”, son un “poderoso agente de bienestar”, adquieren “importancia capital”, desempeñan un “papel protector”, logran “mayor sentido de control”, etcétera. Parecieran un mecanismo invaluable en la procuración de la salud y deben serlo, pues el ser humano es social, así que la compañía y el respaldo deben ser mejores que la soledad, sobre todo en los momentos difíciles.

Pero ¿qué sucede cuando esas redes de apoyo no cumplen adecuadamente su función, cuando pueden generar más perjuicios que beneficios en el tratamiento del enfermo, cuando inducen elementos adicionales que complican el tratamiento prescrito?

Esas preocupaciones, es decir, las dificultades en torno al incumplimiento funcional de las redes de apoyo se materializan cuando se trata de la red más viable en nuestro medio: la familia.  Si bien existen numerosos referentes en torno a la necesidad de atender a las familias de los pacientes terminales y no sólo a los propios enfermos (Guimart Zayas, 2016), la mayor parte de las ocasiones se deja al enfermo al cuidado de la familia, sin respaldo psicológico alguno, suponiéndose que en ese núcleo encontrará los soportes suficientes para hacer frente a la circunstancia adversa, cuando en realidad eso ocurre en pocas ocasiones. Este documento intenta una reflexión sobre tal problemática.

Objetivo

Generar una reflexión que inspire una revisión del papel de la familia cuando aparece una enfermedad crónica grave o terminal en uno de sus integrantes, motivando una toma de conciencia sobre la necesidad de estudiar más la constitución íntima familiar y los efectos que adoptará esa crisis en su estructura. Se intentará, también, desmitificar la función favorable que se atribuye a la familia en la crisis que resulta de tal enfermedad, siendo que en realidad la familia puede contribuir a su agravamiento.

Metodología

Este es un ensayo, es decir, una aproximación a una temática específica de la psicología de la salud. Surge de una problemática personal, considerando la cercanía con un familiar que enfrenta una enfermedad crónica grave, de naturaleza neuronal y autoinmune, que implica una pérdida progresiva e irreversible de la movilidad y de las funciones fisiológicas en general.

La vivencia se volvió una preocupación acerca de las complicaciones que genera el núcleo familiar y las amistades cercanas (las redes de apoyo usuales en nuestro medio) que, si bien coadyuvan en algunos problemas derivados de la enfermedad, también contribuyen a complicarlos y agravarlos.

El ensayo puede ser comprendido, desde la visión metodológica, en un estudio de caso, dentro del enfoque cualitativo, lo que significa que intenta generar reflexiones de utilidad para alcanzar una mejor comprensión de un tema (Jiménez Chávez & Comet Weller, 2016), pero también en un estudio exploratorio, considerando que su objetivo es examinar un tema poco estudiado formalmente o que lo ha sido desde una perspectiva idealista y poco pragmática.  En este caso, pretende aumentar el grado de familiaridad con ese tema mediante la descripción y obtener información que, eventualmente, posibilite una investigación más completa (Hernández Sampieri, Fernández Collado, & Baptista Lucio, 1997).

De esa forma, el ensayo aspira a:

  • Describir en términos generales un fenómeno social (no lo hace de forma exhaustiva, considerando la amplitud de la materia y los muchos enfoques que puede inspirar).
  • Analizar los elementos que pueden producir un cambio relacionado con el caso seleccionado.
  • Utilizar un estilo reflexivo, aderezado con vivencias y observaciones personales.
  • Identificar algunas deficiencias en enfoques previos, con el objeto de superarlas.
  • Utilizar de forma eficiente y provechosa la experiencia.
  • Inspirar una investigación posterior más acuciosa.
  • Explorar dos dimensiones de sujetos de investigación: familias y amigos cercanos, que parecen no cumplir la función esperada de redes de apoyo en el caso de enfermos graves o terminales.

Debe advertirse que no se desdeñan las fuentes teóricas que se consideraron necesarias para dar sustento a los esfuerzos de comprensión de la temática, las cuales fueron seleccionadas con un criterio de precisión, pues el tema puede ser tan abundante como se quiera, pero eso nos habría llevado a distanciarnos del objetivo esencial del ensayo.

La técnica de recolección de datos fue vivencial y reflexiva, utilizando como marco conceptual general al enfoque sistémico, por considerar que funciona para la comprensión de la familia y de la problemática que resulta cuando aparece un caso de enfermedad grave o terminal.

El enfoque sistémico

El concepto de sistema es de amplia aplicación en las ciencias sociales, políticas, pedagógicas y, por supuesto, en la psicología. Ofrece un enfoque adecuado cuando se analiza a la familia, pues aporta una visión integradora, donde los elementos constitutivos se relacionan y retroalimentan de forma constante, experimentando de vez en vez presiones exteriores o interiores, que les obligan a reaccionar buscando el equilibrio (Corbin, s.f.).

La familia, en este enfoque, se concibe como un microsistema en el que los integrantes se relacionan entre sí y mantienen intercambios e influencias cotidianas, estableciendo vínculos inevitables con otros sistemas. Los sistemas externos se conciben como un mesosistema que matiza la personalidad familiar y la condiciona. Entre los elementos de ese mesosistema encontramos a la escuela, el círculo laboral, los clubes deportivos, los partidos políticos, los grupos vecinales y muchos más. El microsistema y el mesosistema experimentan la influencia de un macrosistema, entendido como el conjunto de valores culturales, las ideologías, las creencias y las convicciones políticas, es decir, la “superestructura” de la vida social.

El modelo sistémico, en suma, permite apreciar cómo cada grupo familiar se inserta dentro de una red más amplia y desde ésta despliega su energía para alcanzar su propia autonomía, como un todo (Espinal, 2014).

Si comprendemos a las familias como un sistema (un microsistema), la enfermedad puede considerarse un elemento de desarticulación que genera crisis parciales o totales, que obligan a diversas estrategias para la recuperación del equilibrio. Es lo que llamaríamos “homeostasis familiar” (Jackson, 2009). En suma, las familias reaccionarán con un esfuerzo adaptativo que, en términos generales, puede considerarse funcional o disfuncional (Fernández, 2004), lo cual va en relación directa con la funcionalidad o disfuncionalidad del núcleo familiar.

Funcionalidad y disfuncionalidad familiar

Existen diversas formas de aproximarse a la clasificación de la funcionalidad o disfuncionalidad de una familia. Por ejemplo, desde una de las visiones médico-familiares, la funcionalidad implica: adaptación, es decir la capacidad para resolver problemas en momentos críticos, utilizando los recursos propios del núcleo familiar; participación, que es la integración a la toma de decisiones y a las responsabilidades derivadas de ellas; gradiente de recursos, que puede entenderse como la maduración y realización plena de los integrantes gracias al apoyo mutuo; afectividad, que implica las relaciones de amor y cariño entre los integrantes, y el compromiso, que es la dedicación de tiempo y recursos para atender necesidades físicas o emocionales de otros miembros de la familia (Suárez Cuba, 2014).

Desde otra perspectiva, la funcionalidad se explica por: el cumplimiento eficaz de las funciones de cada uno de sus miembros; la promoción del desarrollo personal de sus integrantes, considerando el auspicio y el respaldo; el respeto a la distancia generacional, valorando el sentido de la experiencia; la comunicación interna, que deberá expresarse con claridad y respeto, y la adaptabilidad a los cambios, es decir, la capacidad de respuesta a la mutación de la circunstancia (Herrera Santí, 1997).

Considerando la variedad de aproximaciones a la funcionalidad (aquí sólo se anotan dos referentes, pero podrían incorporarse muchos más), podemos ensayar una definición propia que atienda su significado desde la perspectiva de la respuesta familiar a la enfermedad. Para su mejor comprensión ensayaremos una frase que puede resumir o ilustrar cada concepto.

Así, por funcionalidad entendemos a una familia que:

  • Responde con serenidad frente a la enfermedad o la circunstancia adversa.

La frase de referencia sería: “enfrentamos una enfermedad, pero la superaremos unidos”.

  • Actúa de conformidad con el criterio médico-científico.

La frase de referencia sería: “el médico tiene una opinión y estamos de acuerdo con ella”.

  • Ofrece un respaldo coherente y ordenado al enfermo.

La frase referente sería: “estamos contigo y tienes nuestro respaldo”.

  • Respeta al médico y la prescripción.

Con una frase referencial que podría expresarse así: “tenemos a un buen especialista y nos parece adecuado el tratamiento indicado”

  • Promueve el apego al tratamiento.

La frase referencial sería: “todos te ayudaremos a cumplir con el tratamiento”.

De esa forma, la disfuncionalidad sería lo contrario. También en estos casos se anota una frase hipotética ilustrativa. Siguiendo esta técnica de comprensión, una familia disfuncional se distinguiría por:

  • Respuestas desordenadas o estridentes frente a la enfermedad. Es decir, nociones apocalípticas o de castigo divino.

Se haría uso de frases como “no puede ser”, “es injusto”, “no es cierto” o bien “es una maldición”.

  • Inconformidad con los criterios científicos y exploración o dependencia hacia soluciones meta-científicas, tales como brujería, curas místicas, “imanes”, “limpias”, etc.

La frase ejemplificativa sería: “fulano tenía el mismo problema, fue con el señor x de la comunidad tal y ya está curado”.

  • Respaldo sui generis al paciente, es decir, un respaldo que desde una perspectiva exterior puede ser interpretado como dudoso o contraproducente.

Un ejemplo puede ser, que un integrante de la familia le diga al enfermo: “renunciaré a mi trabajo o escuela para atenderte”, lo que generaría una carga emocional adicional que complicaría la circunstancia y afectaría al propio enfermo con una sensación de culpa.

  • No muestra respeto al médico y contradice la prescripción.

Es decir: “el médico está equivocado, no está considerando lo más importante y lo que dice puede perjudicar a nuestro enfermo”.

  • Promueve, de muchas formas, un desapego al tratamiento.

Podría anotarse, en este caso, una frase como: “tómate esto, pero no te tomes lo otro, porque te puede caer mal”.

Como puede apreciarse, una familia disfuncional puede hacer más daño que beneficio frente a la fatalidad que circunda una enfermedad crónica grave o terminal. Incluso, algunos de los “apoyos” que puede generar la familia disfuncional, bajo estos criterios, se pueden volver un obstáculo (en el mejor de los casos) o un agravante (en el peor de ellos).

Pero no se requiere que una familia llegue al extremo de la disfuncionalidad total: bastaría que aparezca uno de los rasgos para volver más compleja la estadía del enfermo durante su periodo de padecimiento.

De hecho, toda familia, funcional o disfuncional, enfrentará algunos retos difíciles de superar que deben analizarse.

La enfermedad como crisis familiar

Toda enfermedad genera una serie de efectos en la estructura familiar preexistente, sea funcional o disfuncional. Es como una piedra arrojada a un lago: las ondas siguen prolongándose y trastornando la superficie. La enfermedad, si alcanza un nivel de gravedad superior a lo cotidiano, sacude la estructura y obliga a generar soluciones de facto, inmediatas, en una forma de autorregulación. No existen líneas de apoyo institucional para estos impactos, a no ser que provengan de algún equipo psicológico inscrito en la dinámica organizacional, pero eso es raro en nuestro medio. Por lo general las familias se las tienen que ver solas. Algunas podrán generar su propia “homeostasis” de acuerdo con sus recursos íntimos. Entre esos recursos podrían mencionarse los siguientes: el nivel educativo y socioeconómico, la estabilidad psicológica general de sus integrantes, el historial de afrontamiento de crisis similares, en fin. Los recursos se combinan con elementos circunstanciales tales como la gravedad o tipo de enfermedad, así como su duración y tratamiento (Reséndiz Juárez, León Hernández, Carrillo Ávalos, & Aguilar Segura, 2017).

Como puede apreciarse, los recursos son de difícil cuantificación y quedan sujetos a una percepción casi intuitiva (a menos que se logre conocer con cierto nivel de penetración a la familia en cuestión), lo que hace más difícil analizar el impacto de la enfermedad.

Analicemos brevemente algunos de estos recursos y elementos circunstanciales, indispensables para determinar la calidad de la respuesta familiar a la enfermedad (el análisis es un enfoque particular del autor de este texto).

Nivel socioeconómico de la familia y acceso al bienestar social. Una familia con recursos económicos limitados enfrentará con más agudeza los efectos de una enfermedad terminal o crónica prolongada, considerando que la crisis en el sistema desencadenará otras crisis en el ámbito económico y laboral. Por ejemplo, una enfermedad que implica parálisis (parcial o total) y sus efectos (atención especial, silla de ruedas, pañales y otros insumos, etc.) es considerada un factor de predisposición a la pobreza familiar (Hernández Sánchez, 2016), sobre todo si los recursos ya eran limitados, como podría ser el caso de una clase media dependiente de un solo salario o de dos bajos salarios.

El acceso a la seguridad social representa un elemento decisivo, considerando que brinda un soporte institucional que puede hacer la diferencia entre pobreza y pobreza extrema. No es casual que este acceso sea considerado un factor para la categorización de la pobreza (Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, 2015).

No quiere eso decir que las familias con un nivel socioeconómico más alto estén exentas del riesgo en el deterioro en sus recursos y capacidad de acción, pues algunas dependen del poder adquisitivo de un solo integrante y si éste se enferma los efectos internos resultan catastróficos. Las historias familiares con este tipo de destino y desenlace son abundantes al respecto.

Etapa de la vida familiar. La crisis familiar como resultado de una enfermedad impactará de forma menos aguda si afecta a un abuelo o una abuela, es decir, integrantes en la última etapa de su vida, que al padre o la madre en una etapa temprana, con hijos en edad escolar.

Cuando el enfermo ya es un jubilado, por ejemplo, habrá dolor, pero los recursos familiares estarán enfocados y toda familia apreciará como un proceso natural el relevo generacional de sus integrantes, sabiendo que nadie es eterno. La situación cambia cuando ese proceso se altera y las etapas se anticipan.

Nivel educativo y cultural de la familia. Es común que las crisis impacten de forma más grave al microsistema cuando una familia posee un nivel educativo general bajo, pues tal carencia se asocia a un nivel socioeconómico en riesgo de pobreza. De hecho, la carencia en el acceso a la educación es otro de los elementos considerados por Coneval (Consejo Nacional de Evaluación de la Política del Desarrollo Social, 2018). Estos niveles educativos bajos se asocian, tradicionalmente, a un nivel cultural básico, lo que implica menos recursos íntimos para confrontar a la enfermedad y la muerte (o a la inminencia de ella).

La variación en el nivel cultural puede ser la diferencia para conceptualizar a la enfermedad como una fatalidad o bien como la oportunidad para la reflexión y la toma de conciencia de la brevedad de la existencia, lo que implica una profunda diferencia con efectos perdurables en la salud psicológica de una familia.

Historia familiar de afrontamiento de las crisis. Las familias enfrentan momentos críticos a lo largo de su existencia. Eso es inevitable y no sería creíble encontrar excepciones. Cada uno de esos momentos es una oportunidad para el aprendizaje o bien constituye parte de un historial de deterioro y agudización de conflictos internos.

Algunas familias, por ejemplo, valorarán las crisis experimentadas como un rosario de maldiciones, cada una más insoportable que otras, pero en cambio habrá familias que las someterán a un proceso de reflexión e incluso las identificarán como oportunidades para el afianzamiento de los lazos internos. Entre ambos extremos surgirá toda una gama de tonalidades distintas.

Actitud familiar hacia soluciones meta-científicas. Es elemento adicional, de gran importancia, que parece estar ligado al nivel educativo y cultural. Se trata de la actitud hacia la brujería, la adivinación, y otras técnicas ―antiguas y modernas― que pueblan el imaginario social mexicano. No es un tema menor, considerando que la adhesión al tratamiento estará influida por ese imaginario (revisar el Testimonio 1).

Orientación religiosa familiar. No debe desdeñarse esta orientación, considerando que un referente saludable en la materia permitirá enfrentar a la enfermedad con mayor o menor carga de aceptación. Existen notables diferencias en esa aceptación relacionadas con el credo específico que se practique. Por ejemplo, algunos credos son más proclives a la solución inmediata que otros, como si la efectividad en el tiempo fuera una comprobación de la fuerza de la fe. Además, debe considerarse que en ocasiones aparecen casos de rivalidad familiar religiosa, cuando ciertos integrantes abrazan credos más proselitistas y activos que otros (revisar el testimonio 2).

Es importante diferenciar, también, que, algunos credos niegan a la muerte y consideran poseer el poder de alejarla, como también de superar cualquier enfermedad, mientras otros parecen orientarse más hacia lo que podríamos llamar el “bien morir”, dando por concluida la etapa de la vida. Eso implica una diferencia radical con respecto a la conducta familiar hacia cierta enfermedad.

Tipo o grado de la enfermedad. Una enfermedad grave, pero transitoria, alentará una reacción controlada. Por ejemplo, los problemas cardiacos, aún los más graves, suelen ser superados en poco tiempo con las técnicas modernas y cuando se logra la recuperación suele ser estable, con pocos daños a la estructura familiar.  Las cosas cambian cuando se trata de una enfermedad crómica con matices de deterioro progresivo (Alzheimer, por ejemplo) o una enfermedad terminal prolongada (cáncer sería el ejemplo común). En estos casos la familia debe superar los efectos económicos que, aún con el disfrute de apoyos institucionales de seguridad social, terminan siendo onerosos.

Otros elementos para considerar. Además de los aspectos económicos surgen efectos de reorganización, inversiones en tiempo, impacto individual en cada uno de los integrantes de la familia, depresión y otras crisis psicológicas y cambios de roles en la estructura jerárquica (los integrantes jóvenes que no trabajan, por ejemplo, suelen adquirir una importancia adicional y llegan a ejercer funciones de organización).

Por otra parte, enfermedades de naturaleza “catastrófica” (el término es médico), tales como las neurológicas, podrán desencadenar efectos también catastróficos en la estructura familiar.

Respuestas adaptativas

Las familias están obligadas a generar respuestas adaptativas frente a la enfermedad grave o terminal. Estas respuestas son propias de la búsqueda de la ya mencionada homeostasis familiar, es decir, un intento por recobrar el equilibrio del sistema frente a la crisis. Estas respuestas pueden ser afectivas, económicas o de organización.

Las respuestas afectivas se refieren al conjunto de reacciones sentimentales que rodean a la enfermedad. Algunas de esas respuestas pueden ser favorables al enfermo (como el amor y la comprensión), pero otras tienden a perjudicarlo en una forma o de otra (la negación y la ira son los ejemplos evidentes y los analizaremos en su momento).

Las respuestas económicas se refieren a los ajustes financieros que debe realizar la familia para enfrentar la crisis. Son tan variados como las propias diferencias socioeconómicas de cada microsistema familiar. En algunos casos la familia puede agotar sus recursos, en otros endeudarse y caer en el abismo de la pobreza o la pobreza extrema, pero todas en general enfrentarán un incremento de gastos, pérdida de niveles de bienestar y comodidad, reorientación de los recursos disponibles y búsqueda de alternativas de financiamiento (sea desde el sector público o privado). En Colima, por ejemplo, son comunes los préstamos otorgados por instituciones alternativas de crédito, como las llamadas cajas populares, que cobran intereses demasiado altos, pero que son más accesibles y resolutivas que las instituciones bancarias.

Las respuestas organizacionales hacen referencia a los ajustes internos en la dinámica familiar. Pueden representarse como la redistribución de los espacios en la vivienda (por lo general el enfermo grave o terminal requiere una habitación única y suele ser la más importante disponible), reacomodo de horarios tradicionales y ajustes laborales. No es raro, incluso, que algún miembro de la familia deba renunciar a su trabajo o enfrente el riesgo de perderlo por esta presión.

En suma, la enfermedad genera un círculo vicioso que lastima la estructura del sistema familiar, generando una retroalimentación negativa entre el enfermo y su familia. Esa retroalimentación afecta por una parte al individuo enfermo y a la familia, pero en su continuo fluir altera al ritmo de la propia enfermedad, llegando incluso a empeorarla, pues el enfermo se vuelve a la vez un portavoz y emblema de las problemáticas familiares que le rodean y de las que puede considerarse una causa, lastimando su ánimo.

Es de hecho más sencillo que los esfuerzos adaptativos familiares agraven a la enfermedad, no que contribuyan a su curación (o a su estabilidad), considerando el delicado equilibrio que regirá a la estructura del microsistema familiar.

Se necesitaría una familia con una estructura muy sólida, que cumpla los criterios a que se han hecho referencia en este documento, para llegar a considerar que la familia cumpliría una función tradicional de red de apoyo. Sin embargo, es común que, desde la perspectiva de la medicina, así como desde los criterios de las instituciones de salud, se considere a la familia como la principal red de apoyo, lo cual es, por lo menos, bastante discutible. Eso implica que se coloque mucho peso sobre los maltrechos hombros de las familias.

Efecto centrípeto y centrífugo

Existen dos efectos tradicionales en la dinámica del microsistema familiar: el centrípeto y el centrífugo. Se trata de dos fenómenos estudiados por la física que se han vuelto metáforas de fenómenos similares en el campo de las ciencias sociales y políticas, alcanzando también a la psicología.

Por obra del efecto centrípeto el enfermo se vuelve el centro de la vida familiar, no sólo en cuando al espacio físico en la vivienda al que ya se ha hecho referencia, sino en todo lo demás, pues las respuestas afectivas, económicas y organizacionales suelen ponerse a su disposición.

El efecto centrífugo, por su parte, advierte que los integrantes de la familia tenderán a alejarse del enfermo, depositando toda la responsabilidad en uno sólo, al que se le denomina “cuidador primario”. Este cuidador renunciará a su estilo de vida entregando su tiempo y disposición al cuidado del enfermo, lo cual tendrá serias consecuencias en su propia salud física y mental. Por ejemplo, puede enfrentar afectaciones articulares y óseas, dolores crónicos, alteraciones del sueño, ansiedad, depresión y un serio complejo de culpa, considerando que todo agravamiento de la enfermedad será interpretado como responsabilidad de él (Rodríguez Gómez, 2010).

Ambos efectos resultan perjudiciales para la estabilidad del microsistema familiar y, a final de cuentas, para el propio enfermo, por la retroalimentación negativa a la que se hizo referencia en líneas atrás, pero poco se hace para advertirlos y prevenirlos, quizás por la carencia de psicólogos expertos en la mayor parte de las instituciones de salud que estén en contacto con las familias de los enfermos.

El duelo y sus complicaciones

Pareciera que se conocen las etapas tradicionales del duelo o proceso de la pérdida, pero sigue como un fenómeno poco explorado, sobre todo desde la perspectiva de sus efectos prácticos en las crisis del microsistema familiar. El duelo se explica por etapas como las siguientes: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Esta distinción de etapas corresponde a la visión de Elisabeth Kúbler-Ross y es la más aceptada (Kessler, 2015). Se dice, en términos generales, que el duelo debe experimentarse de forma progresiva para alcanzar la recuperación psicológica, pero en realidad cada una de las etapas posee su propio ritmo, sus propios retos y sus propias consecuencias. Además, las etapas se pueden suceder en desorden o retornar de vez en cuando, con un efecto de péndulo o vaivén. Existen, además, diversos tipos de duelo, como el normal (experimentado ante una pérdida), el patológico (desbordado o desadaptativo), el anticipado (experimentado mucho antes de la muerte), el preduelo (muerte en “estado de vida” por obra de la inminencia del deceso), el inhibido (o negado) y el crónico (que dura excesivamente) (Meza Dávalos, y otros, 2008).

La situación se complica cuando se trata de procesos familiares, pues los integrantes pueden experimentar esas etapas en periodos desiguales, volviendo el proceso un galimatías, un barullo, no una línea recta. No existen, sin embargo, referencias académicas conocidas que exploren ese enredo en el duelo familiar. Lo que podemos hacer es hablar de algunos de sus efectos desde una perspectiva práctica y vivencial, sobre todo en los casos de un enfermo terminal (cuando ocurre la perdida el proceso será distinto), lo que cual se intenta a continuación (de nuevo, la conceptualización de cada etapa con relación a la situación familiar es del autor de este ensayo, basada en la experiencia personal, no un derivado de la lectura de otro documento):

Negación. Algunos de los familiares parecen aceptar la enfermedad y su inminente desenlace, pero en realidad están a la búsqueda continua de nuevas opiniones, lo que los hace vulnerables a cualquier alternativa que llega a sus oídos. Estas alternativas se suceden de forma ininterrumpida, pues por un fenómeno aún poco estudiado (quizás por el humano deseo de contribuir “con algo”) todas las amistades llegan a proponer algún nuevo tratamiento médico, algún remedio extraordinario o la referencia de alguien que “ya se ha recuperado de enfermedades similares” (ver Testimonio 3).

La negación implica una importante pérdida de recursos, pues se exploran y siguen explorando todas las alternativas posibles, pero a la vez afecta al enfermo, pues los familiares instalados en la negación siguen alimentando expectativas de recuperación que lo implican de forma directa y que lo llevarán, tarde o temprano, a nuevos procesos de decepción.

Ira. Una forma de la ira familiar es la concentración de ella en un familiar, que por desgracia suele ser el más realista y moderado en medio de la circunstancia. Aquí surgen varias posibilidades:

Si la familia persiste en la negación y se refugia en las soluciones meta-científicas, concentrará su desilusión en la figura del que niega la efectividad de tales recursos.

Si la familia considera que por fe y convicción en la efectividad de su credo se alcanzará una solución extraordinaria, rechazará al familiar “descreído” que no se integra al rezo o la súplica.

Si la familia sigue buscando con afán una esperanza y encuentra a un integrante que propone resignación, reaccionará con amargura contra él.

La concentración de la ira se prolonga, incluso, hasta mucho después de que ocurre el desenlace fatal, lo que implica la creación de fisuras en la estructura familiar que se prolongan indefinidamente.

Se trata de una peculiar forma de canalizar la frustración y la impotencia. Dicho con otras palabras: la conducta insana se agrupa y concentra su ira hacia quien parece ostentar la conducta sana.

Negociación. Muchas veces los familiares intentan transigir con los médicos proponiendo alternativas al margen de las prescripciones habituales, lo cual vuelve a complicar el escenario. Se dice: “esto no hace mal”, cuando en realidad si lo hace. Los familiares suponen que se acepta una parte del diagnóstico y la prescripción, pero se rechaza su totalidad, sobre todo en lo que se refiere a su inminente desenlace.

También aparece otra forma de negociación entre los integrantes de la familia: se aceptan las soluciones meta-científicas de un grupo o bloque, a cambio de seguir con el tratamiento médico en general. Este tipo de transacciones son más comunes de lo que se piensa. También se experimenta, continuamente, que una parte de la familia orientada hacia un credo acepta la celebración de otro, con tal de no generar conflictos. En Colima es algo cotidiano, considerando la competencia entre grupos cristianos y católicos.

No es raro, además, que una misma familia acepte en un mismo momento orientaciones antagónicas: brujería, tratamientos naturistas alternativos, remedios extraordinarios, misas católicas, grupos de reflexión cristianos, etc. La negociación se vuelve un crisol donde parecen mezclarse, sin fundirse del todo, todas las posibilidades, ampliando la oportunidad para la confusión.

Depresión. La depresión asola de forma diferenciada a la familia. Lo peor es que en ocasiones se enmascara y eso vuelve más difícil su identificación y posible tratamiento. La depresión asume, muchas veces, la forma de entrega: los integrantes de la familia parecen entregarse al enfermo, intentando cumplir todas sus peticiones, aún las más absurdas. Es una etapa difícil, pues el enfermo puede expresar deseos que complican más la situación familiar o incluso aceleran su dificultad económica. La depresión, además, puede combinarse con otras etapas, como la negación, creando un coctel emocional difícil de digerir. Es una etapa además donde todas las “aportaciones” de familiares y amistades se vuelven casi imposibles de resistir. Ya se han mencionado algunas en este documento. La depresión, en suma, es un camino hacia la imposibilidad y, en consecuencia, la frustración final. Todo ello repercute en el enfermo.

Aceptación. Por lo general no aparece de forma sincronizada entre los integrantes de la familia y nunca es completa. Unos integrantes alcanzan esta etapa y otros después o quizás nunca. En consecuencia, la comunicación se vuelve imposible, pues para que un mensaje sea aceptado debe existir consenso en sus valores esenciales. Aquí aparece un fenómeno adicional que no se ha logrado analizar de forma adecuada: por alguna razón, la aceptación se ha vuelto sinónimo de debilidad y la rebeldía o no aceptación se considera una forma de virtud. Eso implica otra forma de división entre los familiares: algunos parecen instalados en el “conformismo” y otros parecen “seguir luchando” por el enfermo, cuando en realidad se trata de una fantasía creada por la no aceptación.

Algunos testimonios

Quizás algunas de las reflexiones vertidas en estos apuntes puedan ilustrarse mejor con el auxilio de testimonios personales. Sólo son algunos, pues si se anotaran todos darían hasta para una novela. Lo importante aquí es percibir lo que puede experimentar una familia con un enfermo en situación grave o terminal.

Testimonio 1

A pesar de que la esposa es una mujer con un alto nivel educativo y cultural y nunca sintió atracción alguna hacia la brujería, en la etapa más dura de su diagnóstico fue influida por familiares cercanos que la llevaron con un brujo de una comunidad del sur de Jalisco. Este brujo afirmó que su padecimiento era provocado por una mujer, presumiblemente por una amante de su esposo, que le había suministrado una poción que le había generado la parálisis. Era algo absurdo, pero ella creyó en esa posibilidad. Durante semanas estuvo insistente con el marido para que le revelara el nombre de la persona que le había hecho “el mal”. Decía que ese nombre era indispensable para que el curandero pudiera revertir los efectos de la poción. Pero no sólo ella creía en esa posibilidad: también su familia, que insistía en que el marido era el culpable indirecto de su padecimiento. Ello abrió grietas en la estructura familiar que durarán mucho en sanar, si es que alguna vez lo hacen.

Testimonio 2

La orientación hacia el credo cristiano se dio por un hermano de la esposa enferma y cundió por casi toda su familia. El esposo y su propia línea familiar se mantuvieron al margen de tan ferviente credo. El hermano organiza sesiones continuas de rezo y plegaria, afirmando que algunos compañeros de su congregación ya han experimentado la misma enfermedad y se han recuperado. Un día, el esposo, harto, le pide que le diga los padecimientos de los cuales se han recuperado otras personas. El hermano de la esposa y el pastor de ese credo le explican que existen dos casos de plena recuperación. Le dicen que padecían lo mismo que la enferma. El esposo duda otra vez. Les pide el nombre de la enfermedad que “los recuperados” padecían. Era Miastenia Gravis, un padecimiento neurológico para el cual existen tratamientos efectivos, que si bien no curan totalmente al enfermo le permiten recuperarse y llevar una vida casi normal. El esposo les explica que, si bien no niega la posibilidad del milagro, en estos casos no es tal, pues es un padecimiento tratable. En cambio, el de la esposa no lo es.

El hermano y el pastor dicen que falta fe y siguen alimentando en la esposa enferma la esperanza de que todo mejore, así como han mejorado otros miembros de esa iglesia.

Testimonio 3

Una amiga de la enferma afirmó que conocía a una neuróloga que lograba la plena recuperación de la enfermedad. Lo había experimentado en su propia hija, que ya caminaba. Se lo dijo a la paciente hospitalizada. Todos en la familia de la enferma (su madre y sus hermanos) estaban felices, considerando la seguridad con la cual la amiga daba su “diagnóstico”. Pidió autorización para llevar a la enferma a visitar a esa neuróloga, que radica en Guadalajara. No fue posible por el estado de salud de la enferma. Entonces solicitó autorización para traer a la misma neuróloga. La familia de la paciente estuvo de acuerdo. Se ocultó esa información al esposo de la paciente, considerando que “es muy descreído y nunca está de acuerdo con la búsqueda de opciones”. La neuróloga dijo que, antes de trasladarse, necesitaba revisar el expediente, lo cual es lógico en un médico serio. Lo consiguieron y se lo enviaron. Pasaron los días. Después llegó la amiga a comentar que la neuróloga no aceptó tratar a la enferma, pues al revisar el expediente se dio cuenta que el diagnóstico era el correcto y el tratamiento el apropiado.

Sucede que la amiga de la enferma, la autora de este peculiar enredo, suponía que la enfermedad era un Síndrome de Guillain-Barré, que en muchos casos es tratable y permite una recuperación. Pero que la enfermedad neuronal específica, en este caso, no lo permite. Todos volvieron a descorazonarse, pero más la enferma. La familia insiste en que “no se rendirá” y seguirá buscando alternativas.

Conclusiones

Lo anotado en este ensayo debe ser suficiente para cuestionarnos, al menos, la eficacia de la participación familiar como red sustantiva de apoyo del enfermo grave o terminal. Muchas veces se le adjudican a la familia virtudes que no logra poseer del todo. El resultado es una mayor presión hacia el microsistema y más complicaciones emocionales para el enfermo.

Se olvida que aún la familia sana y funcional enfrenta una crisis que la sacude y puede vulnerarla. Eso se agudiza en los casos de familias con algunos rasgos de disfuncionalidad o una estructura débil. Sin embargo, el dogma de la importancia de la red de apoyo familiar persiste y se le siguen adjudicando virtudes y sumándole pesos que debe cargar a lo largo del padecimiento, todo ello sin una asesoría profesional que le brinde los instrumentos indispensables para enfrentar la circunstancia.

Suponer que la familia, ese delicado microsistema, podrá afrontar un padecimiento con esa carga emocional tan difícil y a la vez servir como una red de apoyo funcional es una entelequia. Lo más probable es que no sólo fracase en ese empeño, sino que genere complicaciones adicionales hacia el propio enfermo, en una espiral de desilusiones y fracasos.

La familia es sustantiva, sin duda, en parte porque es el último baluarte en la defensa de la vida. Es decir, después de ella queda muy poco o nada y siempre será mejor a la soledad. Pero toda familia requiere de una mirada profesional que la escudriñe y genere los mecanismos para ayudarla a superar la crisis, fortaleciendo sus propios mecanismos de equilibrio y recuperación.

Referencias bibliográficas

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Planificación

Fecha: 15 de agosto de 2019 Categoría: Nueva guía de perplejos Comentarios: 0
Deberíamos permitirnos una hora al día para pensar en lo absurdo y desear lo inconcebible.
 
Otra para ajustar la mente a lo real y planificar con certidumbre.
 
Una más para olvidarnos de todo eso y atender lo contingente, lo que urge, lo que no puede aplazarse.
 
El resto del tiempo sería para lo inevitable, lo que llegará de cualquier forma, lo que es de todos los días y se resuelve en automático…

Mi máquina maravillosa

Fecha: 7 de marzo de 2017 Categoría: Nueva guía de perplejos Comentarios: 0

Enfrento una dificultad o muchas. Sucede que mi personalidad es obsesiva. Siempre fue así. Creo que ello debió originarse en mi infancia (por lo menos así lo dictan los cánones) pero no identifico con claridad ese momento. Mis obsesiones no se llamaban así cuando era niño, sino “manías”. Así les decían mis padres. Tenía muchas. Recuerdo por ejemplo que duraba horas rascándome la nariz, hasta que se me volvía una masa colorada. Duré mucho con esa obsesión. Mi padre me mostraba, por aquellos años, a un trabajador del Cine Princesa (que ya no existe), que tenía una nariz deformada. Me decía: “si no controlas esa manía de rascarte la nariz te quedará así”. Pero no podría evitarlo. Un día por fin lo logré, pero entonces comencé a tallarme con frenesí los ojos, a tal punto que los traía infectados y en algún momento hasta tuvieron que llevarme al oftalmólogo para hacer curaciones especiales.

Mis padres debieron llevarme con un psicólogo, no con el oftalmólogo, pero me da la impresión que no había psicólogos en ese tiempo en Colima (y mucho menos psicólogos infantiles). Lo cierto es que ambos parecían muy preocupados por mis extrañas costumbres y, años después, mi madre me contó que rezaba mucho para pedir que no me volviera loco. En fin, aquella manía de los ojos también la superé con el tiempo, pero comencé a hacer otra cosa. De hecho, por cada manía erradicada surgía otra, en una sucesión interminable.

Lo más complicado era lo que ocurría en mi cabeza: me imaginaba prisionero de reglas que debía seguir para sentirme mejor. Por ejemplo, tocaba las puertas tres veces antes de abrirlas. Si tocaba algún objeto accidentalmente tenía que regresar a tocarlo dos veces más, para completar los tres toques de rigor. Cuando caminaba tenía que evitar las rayas en el pavimento o en cualquier lugar y es fácil imaginar el suplicio que significaba atravesar por un piso de pequeños mosaicos. Una pesadilla.También me ocurría que si tenía que rodear una mesa, como la del comedor, tenía que regresarme y completar el círculo desde el otro lado. Es decir, si caminaba por la derecha tenía que regresar a completar esa vuelta pero ahora por la izquierda.

Un día me sentí agotado y decidí inventar una maquinaria fantástica en mi cabeza: era una máquina mágica, llena de ruedas con poleas y otros dispositivos luminosos. El propósito de esa maquinaria era subsanar de forma automática todas mis obsesiones hasta lograr el equilibrio perfecto y devolver la tranquilidad a mi atribulada mente. La terminé de construir en mi cabeza y la puse a funcionar. Giraba con fuerza y todo se restablecía. Resultó a la perfección: si tocaba algo accedentalmente ya no tenía que regresarme a tocarlo otras dos veces, pues la máquina realizaba una simulación de mí mismo regresando a tocar el objeto las veces que eran necesarias. Si rodeaba alguna mesa o cualquier objeto por la derecha, la máquina enviaba a un doble mío a completar la circunvolución por el otro lado y todo perfecto. Aún hago a veces ese procedimiento mental, pero como desde niño programé la maquinaria para que restableciera todos los equilibrios y la dejé funcionando en automático, comencé a desprenderme de todas esas obsesiones, por lo menos de las más marcadas y angustiantes.

De esa forma pude seguir funcionando sin que nadie se fijara en mis manías. Hasta mis padres percibieron que ya no tenía tantas obsesiones y logré seguir conociendo amigos sin que nadie se percatara de lo que ocurría en mi mente.

El caso es que si bien logré controlar las manifestaciones externas (por lo menos la mayoría) de mis obsesiones o manías, sigo conservando algunas de ellas. Por ejemplo, parpadeo muchas veces en ciertos momentos, muevo compulsivamente un hombro o golpeteo los dedos de los pies contra los zapatos. Igual que cuando era niño, apenas logro identificar y controlar una obsesión me surge otra. Pero es notable el triunfo que alcancé con mi máquina maravillosa, ya que las obsesiones de hoy son menos marcadas y llamativas que las de ayer. Además, ya no me angustian tanto. Fue mi gran invento infantil y le estoy muy agradecido.