Si yo fuera el mar me derramaría en ella como un tsunami…
Si yo fuera el mar me derramaría en ella como un tsunami…
Las olas se alejan de mí cuando las sigo y se acercan cuando intento alejarlas de mis pasos.
¿Ese ir y venir, flujo y reflujo, será acaso intentar y desistir o tan solo fluir como un reflejo?
Las conchas son los libros del mar. Allí anotan sus ideas los cangrejos y las mandan al otro extremo del mundo.
Me senté frente al mar y dejé perder mi cabeza en el horizonte. A lo lejos un barco y el sol que descendía. Pasó una chica linda con un trajecito delicioso. Me preguntó la hora, se la di y se fue. Pasó una mujer madura pero sólida. Me preguntó por algo perdido, negué con la cabeza y se fue. Pasó una mujer enojada. Me preguntó por su marido, no quise contestarle y se fue. Pasó una familia alegre recogiendo piedrecillas de colores. Me preguntaron por las piedras amarillas, se las señalé y se fueron. Pasaron muchachas de pinta. Me dijeron algo, cuchichearon, se rieron y sin esperar mi respuesta se fueron. Pasaron unos niños que corrían. Me aventaron una pedrada, se las regresé y huyeron. Pasó un aspirante a un cargo de elección popular. Me pidió mi voto, se lo prometí y se fue. Pasó un grupo de regidores discutiendo entre sí. Me pidieron una opinión sobre una polémica, les di una respuesta evasiva, se molestaron y se fueron. Pasó una diputada. Me pidió que le tomara una foto, se la tomé y se fue. Pasó un amigo periodista y me pidió una contribución para algo. Se la di y se fue. Pasó un poeta articulista. También quiso una contribución, se la negué, me amenazó con injuriarme y se fue. Pasó un elefante marino. Me preguntó por el ártico, le dibujé un mapa en la arena y se fue. Pasó una ballena panzona. Me arrojó un chorro de agua, me preguntó si conocía a Jonás, le dije que no y se fue. Pasó una sirena arrastrando su cola. Me preguntó si por allí vendían perfumes, le dije que lo ignoraba y se fue. Pasó una botarga de carnaval. Me preguntó por la fiesta, señalé al sur y se fue. Pasó un caballito de mar. Me preguntó por el recibimiento, le dije por dónde era y se fue. Pasó un chango comiendo un elote asado. Me preguntó si por allí vendían crema y queso, le dije que más adelante y se fue. El sol cayó por fin. Me levanté y me fui a seguir a todos los que pasaban.
Mucho trabajo en la oficina. Muchas horas en el teclado. Muchas llamadas. Los funcionarios vienen y van. Mi secretaria entra y sale, siempre con algo urgente que debo firmar. Llegan todos, todos se van. En mi oficina cada loco con su tema: poetas incipientes y consagrados; escritores costumbristas con faltas de ortografía; contadores de cuentos que perdieron la inspiración; aspirantes a novelistas con un montón de papeles bajo el brazo; dramaturgos misteriosos; actores desaforados (es decir, sin foro a la mano para dar rienda suelta a su talento); editores sin papel; documentalistas con imágenes perdidas; cineastas desalentados; coleccionistas apasionados; bailarinas desparpajadas (y bailarines coquetos); escultores que atacan la plastilina, el mármol, el bronce y hasta el hielo; promotores culturales con ideas insoportables; técnicos que desean mejores prestaciones; científicos desbarajustados; inventores de algo inquietante; diseñadores de todo tipo; músicos clásicos, tradicionales, baladistas, percusionistas y varios más; cantantes más o menos afinados; colaboradores eficientes, otros olvidadizos y algunos más hasta tornadizos… En fin. Y todos con alguna propuesta, con algún problema, con alguna conjetura y, a veces, en los momentos escasos donde aflora la conciencia, me dan ganas de correr. Y siguen llegando las urgencias al teclado y los funcionarios vienen y van y mi secretaria entra y sale con algo urgente por firmar y llegan todos, cada uno con su tema y algo más. Y de pronto, en la cima de la desesperación, llega un sabor lejano, un perfume de agua salada y pienso en el mar.