Aquella lluvia en el potrero

Fecha: 6 de agosto de 2018 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Estoy con mi padre viendo llover, pero no sólo vemos la lluvia. Allá al fondo, bajo las líneas del agua, unas figuras se afanan en el potrero. Están juntando piedras con las manos y las arrojan a unas camionetas blancas. Es una tarea dura: “despiedre” le dicen. El propósito es quitar todo estorbo para que después entre la maquinaria a rasguñar la tierra y trazar los surcos. Después llegará la siembra. Esa lluvia fue repentina e inesperada. Un poco antes de lo debido. Mi padre toma café y fuma. Estamos bajo un largo cobertizo o “era” (ese lugar donde se guardan los implementos y se pone a reposar la semilla), un sólido resguardo con techo de lámina, donde el aguacero multiplica su intensidad con un eco metálico. Adentro el sonido es atronador, pero estamos secos. Afuera las figuras deambulan empapadas, soportando el latigazo líquido. Escucho la profunda voz de mi padre, que no parece importunarle el resto de los sonidos:

―Nada más que pase la lluvia nos vamos.

―Sí, cuando digas ―Le respondo.

Miro alrededor. El cobertizo es muy largo y está lleno de una maquinaria que parece gigantesca para mi tamaño: tractores con arado de discos, desgranadoras, cosechadoras, abonadoras, segadoras… Nombres que dicen muy poco y dejan mucho a la imaginación. Algunos de los tractores son verdes y amarillos, con un escudo donde aparece el dibujo de un ciervo saltando. Dicen John Deere. Le pregunto a mi padre si John Deere es brasileño.

―No ―me dice― Los John Deere son norteamericanos. John Deere era un inventor del siglo pasado que fabricó arados de acero, ideales para penetrar la arcilla. Fundó esa compañía que lleva su nombre.

―Es que tienen los colores de la bandera de Brasil ―Le digo.

―Es casualidad ―Responde, mientras sigue bebiendo su café.

El dueño del rancho contrató a mi padre para revisar toda la maquinaria y dejarla a punto para la siembra. Me padre me llevó a verlo trabajar. Le gustaba mucho que lo acompañara y viera lo que hacía. Me mostraba toda la maquinaria por fuera y por dentro. Hasta me permitía ayudarlo un poco. Era extraño ver esas máquinas sin su caparazón, con los aceitosos intestinos expuestos, mientras mi padre hacía algo con todas las partes, revisándolas y ajustándolas, cambiando piezas o limpiándolas, apretando aquí y aflojando allá, encendiendo y apagando. Escuchaba cada motor hasta que quedaba con un ronroneo suave: “como sedita”, según decía. Tenía la ilusión que eso me gustaría algún día tanto como a él. Suena a trabajo duro, pero en realidad no lo hacía todo él. Más bien parecía dirigir las operaciones y ni siquiera se ensuciaba mucho. Muchas manos estaban listas para ayudarlo. Las mismas manos que ahora recogían piedras entre la lluvia.

Mi padre trataba a los trabajadores que lo rodeaban con un desparpajo lleno de afecto, como si fueran sus amigos desde hace mucho tiempo. Les hablaba, incluso, por sus apodos. Puedo recordar algunos de ellos: “El Rabanito”, un operador chaparrito y casi colorado, con el pelo rojizo; “La Mirla”, que tenía cara de pájaro enojado; “Juan Penurias”, que se había casado dos veces o tres veces y sus esposas le habían salido igual de claridosas. Todos trataban a mi padre con cierta distancia. Aceptaban sus expresiones amables, pero seguían “hablándole de usted”. Se referían a él como “ingeniero”. Los hombres vestían más o menos como mi padre. En esos años la mezclilla no tenía tantos estilos ni marcas. Sólo existían los pantalones de mezclilla y punto. La usaban casi todos. También camisas a cuadros y botas de trabajo. Muchos usaban gorras sucias en la cabeza. Las verdes también decían John Deere.

A la hora de comer se hizo un alto en el trabajo. Alguien le subió un poco más al sonido de una radio que arrojaba estridencias rancheras. Voltearon una rueda de arado vieja y la pusieron sobre el fuego para calentar el bastimento y las tortillas. Uno de ellos me ofreció un taco de algo que parecía arroz rojo con huevo. Sabía delicioso. Le dije a mi padre que nunca había probado algo tan rico. Me dijo que la comida sabe mejor cuando uno trabaja todo el día. Quizás sea cierto, pero yo no había trabajado. Solo veía y, si acaso, acercaba alguna herramienta a las manos de mi padre.

Llegó el dueño del rancho en una camioneta Ford roja, como la de mi padre. Debían estar de moda. Lo saludó con afecto. Aunque le habló “de tú”, no “de usted”, le siguió diciendo “ingeniero”, como le decían los trabajadores que estaban por allí. Mi padre le dijo:

―Todo está listo, con excepción del Ferguson (“el Ferguson” era un tractor rojo que estaba por allí y que destacaba entre los verdes). Le faltan unas piezas que no pude conseguir. Me las traerán el miércoles.

El patrón del rancho parece muy contento. Me sacude la cabeza, jalándome afectuosamente los cabellos y dice:

―Ya está muy grande el “güero”.

―Sí. ―Responde mi padre― Va bien.

El patrón parece un hombre inmenso. Por lo menos así lo veo yo. Le ofrece a mi padre un café. Saca un atado de billetes y le paga. Se viene la lluvia sin avisar siquiera. Cae de golpe como un costal. El patrón mira a los trabajadores y les dice:

―Ni modo. Hay que comenzar ahorita, porque urge meter la maquinaria a trabajar.

Todos se suben a unas camionetas blancas y se van al potrero al despiedre, entre la lluvia y los rayos.

El patrón se despide de mi padre afectuosamente. Me vuelve a sacudir el cabello. Se sube a la camioneta roja y se va. Caen rayos. A la distancia veo como si los trabajadores estuvieran caminando entre relámpagos. Le pregunto a mi padre si no les podrá caer un rayo. Me responde:

―Si les caen. El año pasado, en un rancho cercano, le cayó uno a un trabajador que era amigo mío. Lo mató de inmediato. Yo estaba por allí y me ofrecí a llevarlo a Colima. Lo envolvieron en costales, lo subieron a la camioneta y se lo llevé a la familia. Fue algo muy triste.

― ¿No te dio miedo llevar a un muerto en la camioneta? ―Le pregunté.

―Pues en ese rato no, pero esa noche me dio calentura. Yo creo que me impresionó mucho cuando tuve que llegar con su familia a darles la noticia. Los ayudé con los gastos y tengo entendido que el dueño de ese rancho los ayudó más, pero en esos momentos eso no sirve de mucho.

Me impresionó esa confesión de mi padre. Para mí era indestructible. No podía imaginar que algo lo afectara hasta el punto de sufrir calentura. Yo no recordaba verlo enfermo nunca. Ni siquiera estornudaba.

Volvió a beber su café. Seguía fumando despreocupado. Afuera los hombres juntaban piedras y las arrojaban a las camionetas blancas.

―Ya casi nos vamos ―Me repitió― No durará mucho esta lluvia.

Me intrigaba que estuviera tan tranquilo mientras los hombres que antes lo rodeaban, sus amigos, siguieran luchando bajo la lluvia. Entonces le pregunté:

― ¿No tienes que ir a ayudarlos?

Mi padre me miró mucho rato, como si no entendiera la pregunta. Entonces volvió a mirar a los hombres que revolvían y juntaban piedras y dijo, con un tono lento, casi triste:

―Pobrecita de la gente que no estudia… ¿Verdad?

La frase me llegó hasta muy dentro. Hasta ese momento comprendí la diferencia. Por eso le decían todos “ingeniero” e incluso el dueño del rancho, un hombre rico, el dueño de toda la maquinaria, del cobertizo y de los potreros que nos rodeaban, seguía hablándole con deferencia. Mi padre podía estar bajo el tejado de lámina, tomando café y fumando un cigarro, porque había pasado por la escuela. Hasta entonces no entendía lo importante que era ir a la escuela. Era la diferencia entre ver llover con un café en la mano o bajar a juntar piedras entre la lluvia, con el riesgo de que un rayo te mate y entonces alguien tenga que llevarte, todo ennegrecido, para que te llore tu familia. Fue como un mazazo en mi cabeza.

Es curioso como una frase en un niño puede condicionar muchas de las conductas de su edad adulta. Si mi padre me hubiera dicho algo como “yo gano mucho dinero y ellos no”, quizás me habría convertido en personalidad materialista y estaría dedicado a los negocios. Sus palabras también pudieron ser algo como “existen las diferencias de clase” y entonces quizás, a estas alturas, sería un obsesivo con los contrastes sociales (conozco muchas personas deslumbradas con eso). Pero no: entre él y los demás sólo había una diferencia que incluso sonaba triste: el estudio.

Mi padre no lo supo, pero creo que por eso me volví tan estudioso.

Quizás por eso leo tanto.

Quizás por eso imprimí tantos libros cuando pude hacerlo y los lleve a regalar a todas las calles, sobre todo a las más humildes y apartadas, incluso a las comunidades cerriles.

Quizás lo que quiero es que todo mundo lea, para que nadie, ni “los rabanitos”, ni “las mirlas”, ni los “Juan penurias”, tengan que juntar piedras bajo la lluvia.

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