Los que bailan, los que miran…

Fecha: 10 de agosto de 2018 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0
 
En realidad, no cambiamos: sólo nos deterioramos un poco. Hace algunos años fui a una fiesta del recuerdo ― “retro party” les dicen, como si el inglés expresara cierta ansia de mantenerse vigentes― y pasé por allí un rato agradable, platicando con amigos de siempre, pero en ningún momento se me ocurrió ponerme a bailar, a pesar de que reconocí algunas de las piezas musicales de mis años juveniles (las de Madonna, Stevie Wonder, Michael Jackson, Cindy Lauper y hasta de Timbiriche y Flans, entre muchos otros).
 
No bailé por una sencilla razón: no me gusta. Nunca me sentí atraído por bailar, ni siquiera cuando estaba muchacho. Cuando bailo ―y puedo contar mis experiencias al respecto con los dedos― es que fui obligado por una circunstancia especial. Aquí van algunas de ellas, en estricto orden cronológico:
 
1. En la primera “tardeada” de la secundaria a la que asistí, porque suponía que era obligatorio “sacar a bailar” a alguna muchacha.
2. Cuando bailé trepado en una mesa, en una convivencia de la Facultad de Derecho, mientras todos los desmadrosos del momento me aplaudían.
3. Cuando le gané una apuesta a unos amigos en una noche de juerga en el bar El León Rojo, del centro de la Ciudad de México, que me retaron a que invitara a cierta belleza inalcanzable que andaba por allí.
4. Cuando me casé.
5. Cuando mis hijas estaban bebitas y les gustaba que las zangoloteara con música.
6. Cuando mi hija mayor cumplió quince años.
7. En una clase de psicología, pues era inevitable para el propósito pedagógico señalado por la maestra (el recuerdo ligado al movimiento o algo así).
 
Ah, también debo añadir aquella vez en que un grupo de educadoras entusiastas quisieron que yo bailara junto con ellas, en pleno escenario del Teatro de Casa de la Cultura, una melodía infantil llamada “Chuchuguagua” (ni sé cómo se escribe). Por fortuna, todavía no se usaban los videos captados por celular, pues aún estaría circulando por allí el patético momento.
 
Más allá de circunstancias así ―lo reitero: inevitables― evito toda idea de moverme al ritmo de la música. Es más, no muevo ni los pies bajo la mesa. Aclaro que me gusta escuchar música en vivo, pero no todo tipo de música y evito, en especial, los tonos estridentes que se acostumbran en las fiestas.
 
A pesar de que insisto en que no me gusta bailar, siempre surge alguien que supone que no lo hago por timidez (lo siento, no sé lo que es la timidez, así que no va por allí), por temor a ser juzgado por los demás (lo lamento, nunca me interesó el juicio de los demás, tan es así que sigo sin bailar aunque los demás puedan criticarme por eso) o porque suponen que no logré aprender tan complejo arte y quieren adiestrarme al respecto (si me gustara lo habría aprendido de alguna forma, aclaro).
 
Eso me lleva a situaciones incómodas, pues las personas a veces no parecen entender que cuando alguien dice que no le gusta algo es realmente que no le gusta, no porque experimente una necesidad de redención que los demás deben respaldar. En fin.
 
En una ocasión apoyé a unos maestros de danza que organizaron un encuentro nacional de la especialidad. En la ceremonia de clausura, en el Casino de la Feria de Colima, asistió el Gobernador del momento y los representantes de los poderes Legislativo y Judicial, así como otros funcionarios. Al término de la ceremonia sonó la música y los cientos de invitados (todos), se pusieron a bailar al unísono. Claro, eran maestros de danza. Los funcionarios nos quedamos sentados, pero alcancé a ver que ya se organizaban unas maestras entusiastas para invitarnos a bailar, así que me escabullí graciosamente hacia el baño, pretextando un mareo de último momento. Salí unos momentos después para descubrir que los recién arrojados al ruedo ya estaban bailando (horrible, por supuesto) en medio de un gran círculo donde todos los asistentes los rodeaban aplaudiendo. Era un espectáculo deplorable, acentuado porque todos, menos las citadas víctimas, eran expertos en bailar, pero yo me divertí mucho viéndolos desde lejos. Hasta pedí una coca light con el objeto de paladearla desde mi distante refugio. Cuando pasó el momento y los funcionarios comenzaron a despedirse, más sudados que un refresco frío y aireado, me acerqué para integrarme al grupo. El entonces Gobernador me descubrió y me dijo: “eres un desgraciado mañoso. Nos dejaste sufriendo y te escondiste”. No me creyó que me sentí mareado de forma inexplicable y durante años siguió reprochándome ese abandono.
 
El caso es que mientras disfrutaba de la fiesta del recuerdo, la famosa “retro party”, descubrí a un grupo de veteranos vestidos como muchachos de la época: mezclilla, zapatos tipo mocasín o “top sider” y unas camisetas que intentaban pasar por juveniles. Estaban un tanto camuflados en la oscuridad, con una cerveza en la mano, mientras veían con ansiedad a las mujeres que bailaban y recorrían con miradas cautelosas las mesas adyacentes. Los recordé de golpe: fui pocas veces a las famosas “disco” de mis épocas estudiantiles (por las razones ya dichas), pero cuando llegué a ir (casi siempre obligado por la novia), veía a un grupo similar haciendo exactamente lo que hacía ese grupo: mirar a los demás de pie y con una cerveza en la mano. Cuando me fijé en sus caras descubrí que eran ellos. Seguían haciendo lo mismo años después.
 
El tiempo, insisto, no logra cambiar nuestra íntima personalidad: sólo nos arruina un poco el fuselaje. Algunos vamos a una fiesta a platicar, otros aprovechan para bailar (les gusta, lo cual respeto, aunque a mí me resulte incomprensible), otros siguen asistiendo para emborracharse y algunos más, como ese pequeño grupo al que hago referencia, van a mirar lo que los demás hacen, como si fueran pescadores de caña esperando que un pez (que jamás llega) pueda morder el anzuelo.
 
Quizás cuando pasen más los años vuelva a descubrirlos haciendo lo mismo en otra fiesta del recuerdo. Mientras tanto yo, convertido en un elegante y pulcro viejito, seguiré platicando por allí (de política, novelas policíacas, cómics, series de ficción o cualquier tontería de ésas) y me negaré a cumplir los propósitos de alguna adorable anciana que quiera redimirme invitándome a bailar. He dicho.
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