El niño que saboreaba los colores

Fecha: 2 de enero de 2018 Categoría: La capacidad diferente Comentarios: 0

Un día mi maestro que pidió que le describiera alguno de ms sueños. Lo hice. Estaba de pie frente al mar, lo reconocía por el olor y el sonido de las olas. Me acercaba para sentir el agua con mis pies. Primero fueron unos tímidos pasos, luego me animaba y caminaba más de prisa. No tenía el bastón a la mano, pero intuía que frente a mí quedaba un poco de arena y después el mar. Pero avanzaba y no sentía el agua en mis pies. Era una sensación desesperante. Casi podía sentir que el agua estaba a un paso de distancia, pero no lograba tocarla. Después me daba miedo. Sentía que alguien, allá adelante, podía imitar el sonido y el olor del mar para atraerme y hacerme daño, así que me detenía y escuchaba. Pero no, todo parecía ser el mar, así que seguía avanzando y nuevamente mis pasos, en lugar de acercarme, parecían alejarme del agua. Entonces me despertaba.

Ese extraño sueño puede dar una idea de mi padecimiento cotidiano. No veo, así que el mundo es para mí algo que interpreto desde mis otros sentidos. Perdí los ojos desde muy pequeño. Mi madre dice que me detectaron cáncer en ambos ojos y la solución inevitable fue extirparlos. Debió ser cuando era muy pequeño, pues no logro recordar formas ni colores. De hecho, lo que se llama color es algo que aprendí después, cuando conocí a mi maestro.

De niño no me sentí jamás distinto a los demás. Pensaba que todos alrededor sentían al mundo de la misma forma que yo. Mi madre me decía que sonriera, así que siempre tenía una sonrisa en la cara, que debió verse como algo raro, como un muñeco sin vida. Después me la quité. Me dicen que algunos ciegos jamás la borran de su rostro, así que siempre sonríen al mundo, por si alguien los está mirando. A mí eso ya no me importa. Al contrario, es un descanso dejar de sonreír. La cara duele después de levantar los labios todos el tiempo. Lo único que sí me afecta es sentir que mis narices están sucias. Mi madre tiene la culpa de eso. A diario me sonaba y limpiaba la nariz y me siento perdido sin un pañuelo a la mano. Con el tiempo desarrollé cierta fijación por eso y le pregunto, casi con obsesión, a los que están a mi lado si traigo sucia la nariz. Pero bueno, alguna inseguridad debemos tener los que no vemos, todo a cambio de no sonreír en cualquier momento.

He dicho “mi maestro”, pero en realidad tuve muchos: mi madre, mi madre, mi hermano mayor. Hasta q     ue llegaron los que me enseñaron a leer en braille y los que me adiestraron a caminar por el mundo, haciendo uso de los oídos, la memoria y el bastón. Después llegaron los de la escuela, que no fue especial. Mis padres, benditos sean, insistieron en que estudiara en escuelas normales. No fue tan difícil. Los compañeros me tenían afecto, los profesores paciencia y desarrollé una memoria especial para aprender las clases. Mi sueño era ser abogado. Tenía una inspiración especial para ello. Fue un héroe que llevó mi hermano a la casa: Daredevil. Una historieta creada por Stan Lee y Bill Everett. Es la historia de un abogado ciego, Matt Murdock, que también era un héroe con poderes especiales. Tenía sentidos hiperdesarrollados y podía sentir la realidad mejor que si tuviera el sentido de la vista. Se enfrentaba a villanos en lo que se llama o se llamó el barrio Hell´s Kitchen o “La Cocina del Infierno”, un barrio marginal de Manhattan, en Nueva York, dominado por las mafias irlandesas e italianas. Mi hermano me leía todas las revistas que llegaban al expendio del jardín cercano a nuestra casa. Cada una de sus lecturas me llenaba de ilusión. Si Matt podía ser abogado yo también podría. Quizás también podría ser un héroe. Me puse a entrenar y le pedí a mi padre que instalara un gimnasio en la casa. Lo hizo. No era muy grande, pues mi padre no era un hombre rico, pero acondicionó una habitación que no se usaba y la volvió un gimnasio familiar donde me pasaba horas haciendo pesas. Aún lo hago, Debo ser el ciego con mejor cuerpo de la ciudad, si es que eso sirve de algo. Incluso practiqué horas con el saco de box, hasta que los puños se me volvieron duros como piedras. Claro, el saco estaba fijo, pero el esfuerzo era el mismo.

Eso de los “sentidos hiperdesarrollados”, de los que hacía gala Daredevil, es la exageración de una cualidad natural. Se dice que nuestra mente desarrolla conexiones adicionales para suplir las nulas. Les ocurre a muchas personas que enfrentan algún daño cerebral. En el caso de los ciegos es obvio que nuestra capacidad de comprender al mundo que nos rodea se concentra en el oído y el tacto. Escuchamos y sentimos un poco mejor que los demás, o quizás es sólo que nos concentramos más en esos detalles que para otros pasan desapercibidos. Con los años, por ejemplo, sé del estado de ánimo de cada persona tan sólo con escucharla: sé cuando me tratan con una molesta condescendencia, cuando me mienten, cuando me dicen algo en lo que no creen. En fin, delicadezas que me funcionan muy bien en el mundo de la abogacía. Antes requería de una magnífica secretaria para seguir mi dictado en los escritos, pero el mundo jurídico está cambiando y cada vez más surge el juicio oral, en lo que llevo cierta ventaja. Pero en fin, no estoy dictando esto para hablar de mis cualidades profesionales, sino de mi formación.

En el camino del estudio surgió otro héroe. Un maestro en el bachillerato me contó sobre un famoso escritor de teoría económica y funcionario hacendario, don Jesús Silva Herzog. Cuando estaba niño, este personaje al que llegué a admirar, sufrió una aguda infección en los ojos y fue curado de una forma bárbara por un médico de su natal San Luis Potosí: le untaron una solución de plata que le quemó las córneas a tal grado que nunca pudo ver con normalidad. En un ojo tenía casi ceguera total y en el otro un escaso 12 o 15 por ciento. Aun así participó activamente en la expropiación petrolera, escribió decenas de libros y se convirtió en uno de los pilares académicos del país. Solía decir que había vencido a la Ley Federal del Trabajo, que consideraba digno de pensión a quienes enfrentaban un problema de ceguera o, mejor dicho, deficiencia visual como el suyo. Parte de su éxito fue que siempre encontró quien le pudiera leer libros y más libros, que el organizaba de memoria para después dictar sus propios textos. Uno de sus hijos, años después, fu un famoso funcionario hacendario y solía decir que gozaba de una ronca voz por tantos años de leer libros en voz alta a su padre. En fin, si él podía lograr eso, yo al menos podría lograr algo similar.

Con el tiempo logré algunas de mis metas. No llegué a ser un gran abogado, pero ejerzo con relativo éxito mi profesión y soy asesor de algunas instituciones. No me volví un héroe en la lucha contra el crimen, pero mantengo mi cuerpo en forma. No logré escribir decenas de libros y volverme un intelectual reconocido, pero escribo apuntes en la prensa local y tengo una relativa fama de hombre de cultura. Nada mal para un ciego. Los grandes héroes de mi formación fueron muy lejanos, pero me dieron una meta en la vida y me llevaron a un mejor lugar del que estaba destinado por mi ceguera. Sin embargo, de lo que estoy verdaderamente orgulloso es de mi capacidad para imaginar los colores.

Si, lo sé, es algo extraño imaginar los colores para un ciego, pero creo que mi idea de los colores es muy cercana a la que poseen quienes tienen la vista completa. Eso es gracias a otro de mis maestros, el que me enseño braille, precisamente. Una vez me explicó eso de los colores. Me dio a probar el verde, una nieve de limón. El anaranjado fue, obvio, el jugo de naranja. El morado fueron las uvas. El blanco la leche. El azul fue muy complicado, pero se las ingenió con algunas ciruelas y arándanos. El amarillo fueron los plátanos. Lo negro es el café y el color café es el café con leche, aunque incluso inventó algunos sinónimos y me dio a probar una vez barro mojado por la lluvia (café) y pasto tierno (verde). Hoy imagino un mundo donde los colores tienen sabor. Es un mundo donde todo lo que los demás ven lo a mí me sabe. No es quizás un mundo perfecto, pero me funciona.

Lo curioso es que logré desarrollar tal pasión por el sabor del color, que incluso aprendí a diferenciar los sabores de cada pintura. En efecto, una vez, quizás cuando tenía unos diez u once años, por pura diversión, me puse a probar los diversos colores de una paleta de acuarelas. Con el apoyo de una amiga pintora me puse a probar un poco de cada uno, hasta que me puse mal del estómago. Sin embargo insistí y logre con el tiempo acercarme bastante a esas sutiles diferencias. Pude diferenciar —suena locura pero es cierto, se los aseguro— colores que nunca había probado, aún en sus matices más suaves y caprichosos. Por ejemplo, el amarillo limón (con un gusto agridulce para mí) del amarillo de cadmio (que tiene unas notas metálicas que se pegan al paladar. El amarillo ocre, por su parte, tiene un cierto sabor lejano a mermelada de chabacano. Las tonalidades llamadas rojizas tienen también lo suyo: el bermellón sabe un poco a uva, el cadmio claro al agua de jamaica muy diluida, el rojo escarlata, en cambio, tiene un gusto final a sangre, como la que chupaba de mis raspones al caerme. Los azules fueron un poco más complicados, pero logré asociarlos a ciertos sabores específicos: el azul turquesa sabe un poco al agua de mar, el azul ultramar, curiosamente, no sabe a mar, sino un poco al vino tinto y el azul cobalto tiene cierto gusto a la cabeza de un cerillo, a fósforo si se quiere. El lavanda, en cambio, tiene un gusto perfumado, que quizás sea un efecto del profundo olor de las lociones de lavanda que uso en mi baño cotidiano. El violeta, para mí, es una combinación del sabor del melón y el durazno. Dicen que una famosa actriz, Liz Taylor, tenía los ojos color violeta. Me habría gusta besarlos para darme una idea del efecto que causaban.

El caso es que el sabor de los colores sigue acompañándome todos los días. De esa forma, cuando alguien me describe un hermoso amanecer, en tonalidades amarillas y rojizas, percibo un sabor a plátano y a cerezas entre los cielos y la frase de la Ilíada, “Eos, la de rosados dedos” que alude a la Diosa del amanecer, tiene para mí un sonido especial que reverbera en mi paladar.

No sé hasta qué punto mi percepción del color sea la que comparten los demás. Lo cierto es que mi mundo, que antes era oscuro, se llenó de ciertos sabores que interpreto como los colores del mundo.

Para mí ya no existe la ceguera, que es tan solo insipidez. Puedo ver al mundo, porque sé a lo que sabe.

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