Mi vida sin Águeda

Fecha: 2 de enero de 2018 Categoría: La capacidad diferente Comentarios: 0

Yo no sabía que era sordo. De hecho tardé muchos años en comprender lo que eso significaba. Para mí el mundo estaba hecho de formas, muecas y colores. Formas en las cosas, muecas en los rostros, colores en el paisaje.

No era un mundo silencioso, que es lo que suponen todos sin saber la verdad de la sordera. Existen muchos tipos de sordos. Algunos se vuelven así por egoísmo, pues no los interesa lo que opinan los demás. Otros dejan de escuchar por terquedad, pues aborrecen a los que osan contradecirlos y sólo quieren escucharse a sí mismos. Unos más pierden el oído por hablar a gritos, olvidando que el ruido se inventó para aturdir, no para hacerse entender. Sé de alguien que cayó en la sordera por costumbre: se hacía el desentendido de todo lo que le decían, hasta que en verdad dejó de escuchar.  En mi caso así nací. Alguien me dijo, mucho después, que mi madre, enfermera en el hospital general, contrajo una infección viral que me afectó desde que apenas era un embrión, es decir, un pequeño bulto en formación. Fue fatalidad, cierto, pero no tan terrible. Un médico me explicó que pude nacer con malformaciones peores, así que la sordera es un mal menor comparado con lo que otros padecen. Lo difícil fue que mi sordera no llegó al silencio absoluto, que eso habría sido bendición, sino al murmullo, un continuo ronroneo que cargué durante toda mi niñez como un ruido de fondo, como si mis orejas estuvieran pegadas a un caracol marino.

Eso del caracol marino no es una idea mía. Me lo dijo mi maestra Águeda, cuando le confié que podía escuchar algo, como un rumor lejano. Hoy, después de dos operaciones y del auxilio de unos amplificadores que coloco de vez en cuando en mis orejas, puedo saber un poco lo que representa ese sonido y comprendo también lo que significa escuchar dentro de un caracol marino. De cualquier forma, Águeda me lo dijo a tiempo: “es que los caracoles guardan las olas del mar”. Yo estaba pequeño y la explicación me llenó de ilusiones. Entonces le respondí: “si el mar está dentro de un caracol quizás yo tengo el mar dentro de mis orejas”. Águeda rió y le conto la anécdota a mi madre, que lloró de felicidad.

Hoy puedo escuchar mejor. No es algo perfecto, pero escucho y soy capaz de seguir una conversación fluida si miro con cuidado la boca de quien me está hablando. Eso sí, no logro escuchar los sonidos lejanos y alguien puede sorprenderme cuando estoy de espaldas, pues no alcanzo a percibirlo. Cuando voy al cine evito las películas con doblaje y elijo, invariablemente, las subtituladas, pues así puedo disfrutar de la historia sin hacer esfuerzos adicionales. Aun así los aditamentos en mis orejas son un poco molestos. No puedo soportarlos todo el día. Me dan comezón y causan escoriaciones, así que debo elegir los momentos adecuados para que el sacrificio valga la pena. Pero eso no es tan malo. Águeda intentó halagarme diciéndome: “si vemos algo repulsivo cerramos los ojos y listo, si algo huele mal nos tapamos la nariz o respiramos por la boca unos momentos y ya, pero si escuchamos algo terrible, algo inaudito, no podemos taparnos completamente los oídos, ya que siempre se cuela algo y nos reverbera en la cabeza. Tú en cambio si puedes. Te quitas eso y listo. De alguna forma te envidio. Me gustaría dejar de escuchar cierta música grupera que parece hecha para brutos”. Águeda poseía esa extraña virtud de ver lo bueno en medio de lo malo. Nada la desanimaba y quizás, sólo quizás, algo de lo que ella fue sigue conmigo.

Águeda fue muy paciente conmigo y me ayudó cuando todo era tan difícil. Sin ella, por ejemplo, jamás habría comprendido lo que significan las palabras. Es algo complicado. Cuando no se oye tampoco se puede hablar, pues el lenguaje es una consecuencia del sonido. Sin él no pueden enunciarse las palabras ni se entiende su significado. Águeda me las enseñó de una por una cuando aún no me operaban los oídos y mi sordera era casi total (casi, insisto, a no ser por el murmullo que siempre me acompañó y que estuvo a punto de volverme loco).

Fue algo difícil. Acomodaba una de mis manos frente a su boca para que yo pudiera sentir el golpe del aliento cuando pronunciaba algo en especial. Después me hacía que tocara su garganta mientras pronunciaba la misma palabra y me obligaba a ver con cuidado sus labios y su lengua mientras la repetía. La primera palabra que ensayamos fue —como es fácil adivinar— “mamá”. Para mí esa palabra, como tantas otras, se asocia a experiencias táctiles. Es como dos suaves soplidos, casi un par de caricias, contra la palma de mi mano. Ensayé mucho hasta que pude decirla con cierta claridad. Aun así debió sonar terrible, pues mi padre hacía un extraño gesto cuando me escuchaba y miraba con cierta molestia a la pobre de Águeda, como diciendo: “¿para esto te pago?”. Mi madre, al contrario, se puso feliz. Me compró un pastel y me llevó a pasear con mis primos al campo. Me pidió que repitiera “mamá”, “mamá”, decenas de veces, pero mis primos se reían cada vez que lo hacía. A mi madre no le importaba que se rieran. Parecía muy orgullosa de mí. Pero esas risas me mortificaban. No las entendía. Yo pronunciaba “mamá” y mis primos hacían unas muecas desenfrenadas, esas muecas que yo identificaba con la risa. Uno de ellos, el más prudente, se tapaba la cara con las manos, pero yo notaba su rítmico zangoloteo que indicaba unas carcajadas apagadas. Mucho después lo entendí. Cuando mejoró un poco mi audición pude contrastar mi voz con la de otros. La mía sonaba metálica, como si un desarmador frotara contra una olla y cada palabra perdía una consonante o una vocal. Me dio vergüenza saber que mi pronunciación era tan mala, tan apartada de la íntima musicalidad que es el idioma de todos. Yo no decía “mamá”, sino algo parecido a “bbbbaaabbbbbaaa”. Entiendo la risa de mis primos. Quizás yo también habría reído, pero el recuerdo de esa tarde en el campo me sigue entristeciendo.

Todos tenemos retos en nuestro crecimiento, pero el sordo los tiene al doble. Es como carecer de un lugar en el mundo o permanecer a un lado de los acontecimientos importantes. Si la vida es un rio que fluye incontenible, el sordo es una piedra colocada al margen y apartada de la corriente.

Una vez, Águeda me llevó al teatro a ver una obra de niños. Me alegraron los colores y las máscaras, pero a la vez me sentí el ser más solitario del mundo. Todos miraban con regocijo hacia el frente, pero yo sólo escuchaba ese murmullo en mi cabeza. Lo peor fueron los aplausos. Ese batir de palmas que significa aprobación, pero que yo no entendía. Águeda me tomó las manos y me obligó a chocar las palmas una y otra vez. Yo seguí haciéndolo con fuerza, hasta que las sentí calientes de tanto aporreo, pero Águeda me detuvo con suavidad y firmeza al mismo tiempo. Mis aplausos eran más sonoros que lo normal y estaban llamando la atención. Duré mucho para entender que el ritmo de cada aplauso es distinto y que no es sólo el golpear de las manos, sino un cierto ritmo que indica amabilidad, gusto o franca aprobación. Existen aplausos que son sólo compromiso y que reflejan hastío. Otros simple amabilidad. Raros son los aplausos que indican un pleno reconocimiento. Pero eso lo entendí mucho después. Fue cuando me di cuenta que mis aplausos sonaban a burla. Por supuesto, evito los teatros hasta la fecha, pues allí no hay subtítulos que me ayuden a seguir el hilado argumental. Evito también las llamadas “presentaciones de libros”, aunque he tenido que ir, forzado por las circunstancias, a “presenciar” (no a escuchar) un par de ellas. Son algo terrible. El sordo puede estar en medio de cientos de personas, pero en realidad está asilado allí. Al no escuchar o escuchar con deficiencia, el sordo no sabe lo que ocurre ni puede sentir la experiencia de la masa reunida. Es una figura gris en medio de un paisaje colorido. Una vez leí que en las grandes ciudades el ser humano está más solo que en las pequeñas. Lo puedo entender perfectamente. Quizás todos seamos un poco sordos, pero no podemos darnos cuenta.

Águeda me contó, una vez que caí en la desesperación, que mi caso no era tan complicado. Que el verdaderamente difícil fue el de una niña llamada Helen Keller. Ella, como yo, era sorda de nacimiento, pero además ciega. Eso era algo terrible, pues no había forma de mostrarle el dibujo de una mamá o de un árbol, para después intentar enseñarle el sonido de esa palabra. Su maestra, una mujer extraordinaria llamada Anne Sullivan, le vertía agua sobre la mano para después enseñarle la palabra “agua”, de una forma similar a la técnica de Águeda: poniendo la mano de Helen sobre su boca para percibir las variaciones del aliento y en su garganta para entender su vibración. La maestra Sullivan persistió hasta el agotamiento, pero lograba escasos avances. Una vez, dejó a la niña en un columpio cercano a su casa y estalló de repente una tormenta. En ese momento, mientras el viento sacudía el columpio y el agua caía a torrentes sobre su rostro, la niña Helen tuvo una visión: todo lo que estaba a su alrededor estaba hecho de palabras y cada palabra significaba algo distinto. Si lograba aprender las palabras podría describir y entender al mundo. Ese fue el punto de inflexión y a partir de allí Helen iniciaría el camino hasta convertirse en una de las mujeres más relevantes de la historia.

Águeda me decía que si Helen pudo ir a la universidad, concluir una carrera y convertirse en una famosa escritora y conferencista, yo podría lograr más, pues en mi caso poseía la bendición de la vista. Así fue. Aún hoy, a pesar de todo lo que he logrado, cuando me siento desesperado por algún revés en mi vida recuerdo el ejemplo de Helen y sigo adelante. Me pregunto “¿qué habría hecho Helen en este caso?”, y casi siempre encuentro una respuesta para seguir luchando.

Hace poco fui a dar una conferencia sobre los retos que enfrentan las personas con alguna discapacidad. Mis conferencias suelen tener éxito, pues soy un ejemplo viviente de que la sordera no puede ni debe ser un obstáculo en la vida. Pero no es algo sencillo. Un niño o una niña no pueden lograrlo solos. Necesitan, además de la comprensión y el apoyo de sus padres, de una maestra o un maestro extraordinarios, como lo fue Anne Sullivan para Helen y como lo fue Águeda para mí. Cuando la nombro, pues siempre la nombro en mis charlas y conferencias, creo vislumbrar a Águeda sentada por allí, entre el público asistente. Me mira con orgullo, pero también con cierta severidad, como si estuviera calificando cada palabra que brota de mi boca y cada idea que intento expresar para mejorar un poco el mundo que rodea a los sordos.

Águeda ya no está conmigo. Murió hace muchos años, pero alcanzó a ver algunos de mis éxitos y logró escuchar, en vivo, algunas de mis ponencias. Estuve a su lado los últimos meses de su vida, que fueron muy difíciles. Yo fui como un hijo para ella hasta el final. Por eso siempre la tengo presente y la invoco en cada una de mis apariciones en público. Sin ella seguiría aislado, en un mundo donde sólo se escucharía un tedioso ronroneo. Ella volvió líquida a la piedra y la arrojó a la corriente.

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