Negarse al poder

Fecha: 26 de diciembre de 2019 Categoría: La inspiración clásica Comentarios: 0

En la obra de Ricardo III (The life and death of King Richard III), de Shakespeare (Escena VII), Ricardo de Gloucester aparece con un libro de oraciones en la mano, entre dos doctos eclesiásticos, simulando ser un hombre piadoso y absorto en la contemplación de lo divino. Ya se había negado en un par de ocasiones a recibir a una selección de regidores (órgano auxiliar de gobierno) y representantes de la nobleza. Cuando por fin accede al diálogo, lo hace sin ceder fácilmente a las solicitudes. Shakespeare añade que lo hace representando el papel de una doncella, es decir, contestando siempre “no”, pero aceptando al mismo tiempo las solicitudes. Parece algo complicado, pero no para las doncellas: es el difícil arte de eludir, ese juego de evitar ser atrapada, pero sin correr demasiado rápido.

Los solicitantes expresan un claro proyecto: Ricardo debe aceptar al mando “no como protector, regente sustituto o como agente subalterno que trabaja por el provecho de otro”, sino como heredero legítimo. Ricardo se niega. Responde que allí están los dos hijos de su hermano, el fallecido rey Eduardo. El mayor es el legítimo heredero al trono. Los solicitantes lo niegan. El vocero, Buckingham, argumenta que esos jóvenes príncipes no poseen tal derecho (y esgrime algunas excusas leguleyas, tales como la invalidez del matrimonio del rey con la madre de ellos, Lady Grey). Añade que se les llama “príncipes” sólo por cortesía, sin serlo. Ricardo protesta: “¿Por qué desean abrumarme con estos cuidados? No sirvo para el mando y la majestad. Os lo suplico, no lo tomen a desaire. No puedo, no quiero escucharlos”. Pero los solicitantes insisten, ruegan incluso, hasta que llega el momento de la amenaza. Le dicen que a pesar de su tierno corazón y de su compromiso con el hijo mayor de su hermano, colocarán a cualquier otro noble en el trono. Acto seguido parecen retirarse. Ricardo cede, entonces, añadiendo que no es de piedra ni impenetrable a las súplicas de hombres prudentes. Los regidores y nobles lo saludan como el rey Ricardo, soberano de Inglaterra.

Hasta aquí la farsa. Ricardo parece negarse, pero en realidad es un plan cuidadoso, destinado a tomar el poder desde una legitimidad dudosa. Por eso dice no estar interesado, oponiendo débiles excusas, cuando en realidad promueve el acceso al mando. En el fondo es una táctica común: dice que no se desea el poder, cuando en realidad está buscándolo por todos los medios disponibles. Pero Ricardo no es el pionero en esta táctica de aparente distanciamiento del verdadero objetivo. Desde mi perspectiva, Shakespeare debió inspirarse en una lectura clásica: el acceso el poder del emperador romano Tiberio, hijo adoptivo de Augusto. Quizás lo leyó en los Anales de Tácito, o incluso en la obra de Suetonio. El caso es que los historiadores del periodo (bastante sesgados e imprecisos en sus comentarios, por cierto) atribuyen a Tiberio una peculiar farsa, quizás la primera fielmente documentada en la historia: aparentar rechazar el poder, para que los serviles senadores se lo otorgaran casi a fuerzas. Tiberio era muy dado a tales maquinaciones e incluso puede que su estilo haya sido la inspiración inicial para los tratados políticos del Renacimiento, incluido El Príncipe, de Maquiavelo.

Veamos los hechos. Augusto llega a la decadencia sin la posibilidad de legar su imperio a un descendiente de su propia sangre. Debe aceptar los hechos consumados y rehabilita a Tiberio, su hijo adoptivo (hijo del matrimonio anterior de su esposa Livia). Augusto, ya se sabe, es de la gens Octavia, una familia de la nobleza municipal del norte itálico y es además sobrino-nieto, por parte de madre, del gran Julio César. Tiberio, por su parte, pertenece a una familia de profundas raíces en la historia romana: los claudios, destacados como generales y hombres de poder por centenares de años. Al morir Augusto, a una avanzada edad, el poder parece destinado a ese hijo adoptivo, pero Tiberio parece renuente. Una vez agotadas las exequias de Augusto, los senadores ruegan a Tiberio que acepte el poder absoluto. El discurre con fingida modestia: se siente incapaz de regirlo todo, solo su padre adoptivo (Augusto) era capaz de tanto peso, resulta muy arduo y sujeto a la fortuna gobernarlo todo, no era posible que toda la carga estuviera depositada en los hombros de un solo varón, etcétera. Al final, Tiberio terminaría aceptando el poder, para lo cual ideó recubrirlo todo con un manto republicano, como si en realidad Roma siguiera bajo instituciones equilibradas, cuando en realidad era un ropaje que disfrazaba el poder unipersonal, sólido y desnudo.

Entonces, quizás la aparente renuencia al poder sea una táctica vieja, pero no por ello poco usual ni menos efectiva en nuestros días. Aún hoy, los que aspiran a ejercerlo dicen que están muy lejos de la ambición, pero terminan aceptando el gran compromiso con el deber que implica. Ya se sabe: dicen que no aspiran al poder, pero entonces ¿qué hacen allí, alrededor de él?

 

 

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