Mi máquina maravillosa

Fecha: 7 de marzo de 2017 Categoría: Nueva guía de perplejos Comentarios: 0

Enfrento una dificultad o muchas. Sucede que mi personalidad es obsesiva. Siempre fue así. Creo que ello debió originarse en mi infancia (por lo menos así lo dictan los cánones) pero no identifico con claridad ese momento. Mis obsesiones no se llamaban así cuando era niño, sino “manías”. Así les decían mis padres. Tenía muchas. Recuerdo por ejemplo que duraba horas rascándome la nariz, hasta que se me volvía una masa colorada. Duré mucho con esa obsesión. Mi padre me mostraba, por aquellos años, a un trabajador del Cine Princesa (que ya no existe), que tenía una nariz deformada. Me decía: “si no controlas esa manía de rascarte la nariz te quedará así”. Pero no podría evitarlo. Un día por fin lo logré, pero entonces comencé a tallarme con frenesí los ojos, a tal punto que los traía infectados y en algún momento hasta tuvieron que llevarme al oftalmólogo para hacer curaciones especiales.

Mis padres debieron llevarme con un psicólogo, no con el oftalmólogo, pero me da la impresión que no había psicólogos en ese tiempo en Colima (y mucho menos psicólogos infantiles). Lo cierto es que ambos parecían muy preocupados por mis extrañas costumbres y, años después, mi madre me contó que rezaba mucho para pedir que no me volviera loco. En fin, aquella manía de los ojos también la superé con el tiempo, pero comencé a hacer otra cosa. De hecho, por cada manía erradicada surgía otra, en una sucesión interminable.

Lo más complicado era lo que ocurría en mi cabeza: me imaginaba prisionero de reglas que debía seguir para sentirme mejor. Por ejemplo, tocaba las puertas tres veces antes de abrirlas. Si tocaba algún objeto accidentalmente tenía que regresar a tocarlo dos veces más, para completar los tres toques de rigor. Cuando caminaba tenía que evitar las rayas en el pavimento o en cualquier lugar y es fácil imaginar el suplicio que significaba atravesar por un piso de pequeños mosaicos. Una pesadilla.También me ocurría que si tenía que rodear una mesa, como la del comedor, tenía que regresarme y completar el círculo desde el otro lado. Es decir, si caminaba por la derecha tenía que regresar a completar esa vuelta pero ahora por la izquierda.

Un día me sentí agotado y decidí inventar una maquinaria fantástica en mi cabeza: era una máquina mágica, llena de ruedas con poleas y otros dispositivos luminosos. El propósito de esa maquinaria era subsanar de forma automática todas mis obsesiones hasta lograr el equilibrio perfecto y devolver la tranquilidad a mi atribulada mente. La terminé de construir en mi cabeza y la puse a funcionar. Giraba con fuerza y todo se restablecía. Resultó a la perfección: si tocaba algo accedentalmente ya no tenía que regresarme a tocarlo otras dos veces, pues la máquina realizaba una simulación de mí mismo regresando a tocar el objeto las veces que eran necesarias. Si rodeaba alguna mesa o cualquier objeto por la derecha, la máquina enviaba a un doble mío a completar la circunvolución por el otro lado y todo perfecto. Aún hago a veces ese procedimiento mental, pero como desde niño programé la maquinaria para que restableciera todos los equilibrios y la dejé funcionando en automático, comencé a desprenderme de todas esas obsesiones, por lo menos de las más marcadas y angustiantes.

De esa forma pude seguir funcionando sin que nadie se fijara en mis manías. Hasta mis padres percibieron que ya no tenía tantas obsesiones y logré seguir conociendo amigos sin que nadie se percatara de lo que ocurría en mi mente.

El caso es que si bien logré controlar las manifestaciones externas (por lo menos la mayoría) de mis obsesiones o manías, sigo conservando algunas de ellas. Por ejemplo, parpadeo muchas veces en ciertos momentos, muevo compulsivamente un hombro o golpeteo los dedos de los pies contra los zapatos. Igual que cuando era niño, apenas logro identificar y controlar una obsesión me surge otra. Pero es notable el triunfo que alcancé con mi máquina maravillosa, ya que las obsesiones de hoy son menos marcadas y llamativas que las de ayer. Además, ya no me angustian tanto. Fue mi gran invento infantil y le estoy muy agradecido.

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