Tres fragmentos (casi) olvidados

Fecha: 18 de diciembre de 2019 Categoría: Nueva guía de perplejos Comentarios: 0

La lírica y el fenómeno creativo en tres fragmentos (casi) olvidados

De la antigüedad nos quedan fragmentos, retazos del ancho lienzo donde se tejieron las pasiones de los pueblos del Mediterráneo. Aún hoy, tales recortes son útiles e inspiradores. En ellos se pueden rastrear los gérmenes de la creatividad de nuestro tiempo. Son, como casi todo lo que brotó de esos pueblos ―los de la cuenca del primer gran mar de la historia― textos fundacionales y como tal siguen reclamando su lectura. Iniciemos con uno atribuido a Eurípides, Hipsípila, que se supone refleja una lectura o tradiciones más antiguas (las citas sucesivas pertenecen al primer tomo de La sabiduría griega, de Giorgio Colli, Editorial Trotta, 2011)

… y dicen que junto al palo mayor

la cítara de Orfeo, originaria de Asia,

de Tracia, dejaba resonar su lamento,

cantando instrucciones a la tripulación

de largos remos,

unas veces para acelerar el ritmo

y otras para dar reposo a los remos de abeto.

Estas breves líneas (Pág. 141) pueden interpretarse de muchos modos. Por ejemplo, allí se advierten algunos signos del origen asiático de un instrumento musical en específico, lo cual no es extraño considerando la intensa comunicación cultural entre el Oriente y el Occidente (o lo que así sería llamado después) en esa zona en especial.  Pero también aparece un dato de interés para la lírica: el lamento. La poesía parece brotar de la desesperación, de la tristeza, de la estoica resignación, por lo menos al mismo tiempo que la exaltación de la belleza y el amor. Quizás se trata de dos formas de la emoción primordial del ser humano: una tiende a la vida y otra a la destrucción. Muchos siglos después, Freud llamará a esas tendencias profundas del alma “pulsiones” y los identificará con Eros y Tánatos, pero no cabe duda de que tales impulsos se convierten en poesía y que toda poesía es una forma de expresión de las pasiones profundas de lo humano.

Pero no acaba allí la utilidad del fragmento. Se dice que Orfeo (un héroe divino, en la mejor tradición del mito) cantaba instrucciones a la tripulación “de largos remos, unas veces para acelerar el ritmo y otras para dar reposo a los remos de abeto”. Esa referencia a los “largos remos” es, sin duda, un recurso nemotécnico similar a los usados por Homero en La Ilíada, como ocurre con las expresiones “aqueos de largos cabellos” o “Héctor, domador de caballos”, por ejemplo. Es decir, es una técnica de la antigüedad basada en la necesidad de la declamación y el soporte de la memoria. Pero lo verdaderamente fascinante es la aplicación práctica de la lírica para marcar el ritmo y dar reposo, para la acción y la inacción, para el tumulto del esfuerzo y el silencio. Desde esa época hasta nuestro momento, la lírica es un intento por regular (con distintas formas métricas, variados ritmos, numerosas cadencias) lo que se expresa y lo que se calla, siendo ambos momentos una misma expresión creativa. En efecto, la acción ininterrumpida resultaría burda, por no decir imposible. Se requiere el reposo, que también debe estar sujeto a un momento y una cadencia específica. Tal combinación de acción/inacción, de ruido/silencio, es propia de la lírica y es usual hasta nuestros días, incluso hasta en la forma de contabilizar el silencio en una melodía. La influencia es perdurable en las más variadas expresiones literarias, incluso en la novela o el cuento: resultaría asfixiante una sucesión de acciones sin que los personajes principales o secundarios brinden al lector unos momentos de reposo, es decir, que ofrezcan remansos al lado de la turbulencia de la acción principal.

¿Cuál es el origen de esa tendencia innata a la instrucción lírica para acelerar el ritmo y dar reposo a los remos? Quizás se trate de una expresión fundada en nuestra particular constitución biológica, en nuestra íntima fisiología, que hemos sublimado en nuestros productos creativos. Nuestro propio corazón posee un ritmo de acción y silencio, un sístole y diástole que indica acción y reacción, flujo y reposo. Un corazón en incesante actividad frenética es tan perjudicial como uno contenido: ambos extremos llevan al mismo lugar. Quizás la lírica, entonces, sea una expresión de lo más profundo de nuestra constitución orgánica.

Revisemos ahora un fragmento De lo sublime, del Pseudo-Longino (un nombre asignado, considerando que no se sabe el nombre real del autor):

Gran maravilla es esto para nuestros corazones:

hombres que viven en el agua, lejos de la tierra,

en pleno piélago;

pobres desgraciados, por la dureza de su trabajo,

sus ojos están en las estrellas, su alma en el mar.

¿Cuántas veces, elevando sus manos

hacia los dioses,

oran, con sus vientres penosamente alzados

a lo alto?

El fragmento (Pág. 329) es una de una belleza extraordinaria, sobre todo en la línea que habla de esos ojos que están en las estrellas, mientras el alma se mantiene en el mar. Esos hombres ―miembros de una raza acuática que flota, lejos del soporte común de la tierra― tienen dificultad hasta para la oración y deben elevar sus manos intentando no hundirse. Por eso deben flotar con los vientres hacia arriba, luchando por no hundirse. La lírica aquí es una exaltación del ser, que más allá de su propia circunstancia (normal u anormal) no puede eludir su responsabilidad con el ruego hacia los dioses y que a pesar de cualquier contrariedad debe intentarlo, quizás porque tal ruego es su único asidero en ciertos momentos.

Aquí es válido, después de mirar hacia lo mítico (esa raza acuática) regresar la mirada hacia nosotros mismos, sabiendo que a veces, por más que pisemos tierra, nuestros ruegos pueden verse dificultados por la circunstancia, pero de cualquier forma deben ser realizados. Aparece, de forma profunda, otro motivo para la lírica que nos acompaña hasta el día de hoy: la rogativa, la súplica, la comunicación solicitante con la divinidad, que debe ser cumplida a pesar de cualquier aprieto. En efecto, rogar es una base profunda de nuestra condición mortal y de la cadena de azares que envuelve a nuestras vidas. La lírica, entonces, puede ser el vehículo para que ese ruego posea una mayor eficacia. No es casual que, aún hoy, el rezo sea una forma de la poesía, o al menos del poema sujeto a un ritmo especial. Después de todo nuestros ojos siguen mirando al cielo, aunque nuestra alma esté atrapada aquí (sea en la tierra o en el mar).

Veamos ahora un fragmento de Las aves, de Aristófanes.

La Noche de negras alas engendró,

en primer lugar,

un huevo llevado por el viento,

del que, según el ciclo de las estaciones,

surgió el atractivo Eros,

con dos alas de oro en su brillante espalda,

como dos vertiginosos torbellinos.

Éste, uniéndose de noche al Caos alado

en el inmenso Tártaro,

hizo surgir nuestra estirpe y fue el primero

que la dio a luz.

El fragmento (Pág. 145) nos brinda otro motivo persistente de la lírica: el deseo. Es el padre de la vida, pero su unión es con el Caos. Hoy diríamos que con el azar. No se puede racionalizar el deseo, se vive, se pueden generar resistencias hacia él o se puede aceptar su gobierno, pero no es posible someterlo a una cuidadosa planificación. El deseo culmina en la caótica maraña genética que, después de un juego de azar, ofrece una nueva vida a la luz. Esa unión misteriosa de posibilidades y azares parece ocurrir en lo oscuro, en el Tártaro, en lo insondable de la matriz. Siendo hijos del deseo no podemos hacer otra cosa sino someternos a su designio. Quizás por eso la lírica rehúye la racionalidad y exalta el apetito del instinto. Después de todo los curiosos experimentos por hacer poesía de lo frío, como ocurre con el derecho, no terminan siendo sino eso: experimentos (por ejemplo, la poeta mexicana, Griselda Álvarez, intentó traducir en sonetos toda la Constitución del país, en un magnifico esfuerzo que ella misma calificó como desprovisto del profundo sentido de la poesía, pues métrica no es poesía por necesidad).

En fin, cada fragmento de la antigua lírica, si es bien leído, brinda claves para la comprensión de la lírica de hoy, incluso del profundo sentido del ser, pues somos lo que escribimos y lo que leemos. Es decir, somos poemas intentando hacer poesía con nuestras vidas.

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