Un apunte inspirado en la lectura de Calvino

Fecha: 18 de diciembre de 2019 Categoría: Nueva guía de perplejos Comentarios: 0

¿Por qué leer?, un apunte inspirado en la lectura del texto

“Por qué leer los clásicos”, de Ítalo Calvino

Leí hace tiempo el texto de Calvino, quizás unos diez años, pero siendo un pequeño apunte clásico (es analizado, citado y siempre brinda nuevas perspectivas), al leerlo de nuevo volví a emocionarme como en la primera lectura. De alguna forma cumplí en esta lectura (relectura, pues) una de sus definiciones (la primera): no lo estoy leyendo, sino releyendo. Pero además tomo conciencia de otra definición: si bien el texto sigue siendo el mismo yo cambié en estos años y al revisarlo puedo experimentarlo como una lectura nueva, de franco descubrimiento (cuarta definición).

Antes de comenzar esta reciente relectura, hice un pequeño ejercicio de lo que recordaba de la original, la de hace años. Aquí lo anoto:

  1. Un clásico es leído de forma distinta en cada época histórica y desde cada peculiar circunstancia social, económica y, digamos, vivencial. No puede ser lo mismo leer al Quijote en el siglo XIX mexicano, que leerlo en el siglo XX español, por decir algo. No sólo cambia la época, sino la perspectiva de la circunstancia nacional, con sus propios retos y esfuerzos. El libro dirá algo distinto a cada lector hipotético en esos momentos y lugares.
  2. Un clásico es también aquel libro que leemos en una edad y que nos dice algo, pero si lo leemos en una edad distinta (digamos, leerlo a los veinte años y releerlo después a los cincuenta) nos dice otras cosas más. Es algo mágico, pues el texto es el mismo, pero la diferencia de experiencias y circunstancias personales nos hace reparar en fragmentos que habíamos pasado por alto la primera vez. Somos el mismo, pero a la vez no lo somos y la lectura del mismo texto lo demostrará. Quizás este ejemplo le habría fascinado a Heráclito, más que el de los ríos.

Las dos reflexiones están empapadas de la lectura de Calvino, pero traducidas por mi propio arsenal reflexivo. No dice Calvino las cosas así, al pie de la letra, pero las interpreté y las recobré de tal forma. Era la voz de Calvino modificada por mi propia voz. Creo que es un bello ejercicio, además de muy útil, registrar lo que recordamos de la lectura original antes de emprender la relectura.

La relectura del texto de Calvino me dejó otras reflexiones que no había considerado antes o no las recordaba. Por algún motivo las había dejado en suspenso o no las incorporé a mi arsenal de recuerdos. Una de esas reflexiones, muy reveladora, es la noción de que un clásico no debe ser, por necesidad, una lectura grata. Es cierto: el libro leído puede despertar nuestras más rijosas respuestas. Puede ser, incluso, antitético a nuestra forma de concebir al mundo, a la relación con los otros, a la definición de nosotros mismos, pero a la vez su lectura nos prueba y nos invita a desarrollar argumentos de respuesta (explicación de la décima definición).

Esa explicación de Calvino confirma la noción general del arte: el arte no es algo necesariamente bello, como quisieran las conciencias pequeñas, sino algo que nos sacude, nos revela (nos muestra) y al mismo tiempo nos hace rebelarnos (nos subleva). Algo, en suma, que no puede dejarnos igual. El arte, entonces, puede ser grotesco y hasta ofensivo, pero al mismo tiempo nos modifica y permite tomar conciencia de ciertas vetas inexploradas de nuestro ser. Puede existir un arte bello, según ciertos criterios más o menos compartidos por una época, pero no todo lo bello es por definición artístico.

Otra definición, que había olvidado, es la necesidad de contrastar la lectura de los clásicos con la cotidiana de nuestra realidad (explicación de la doceava definición). Ocurre mucho al revés: o nos concentramos en el momento, saturándonos del debate y las preocupaciones actuales, o nos arrinconamos en la lectura de los clásicos del ayer, olvidando el referente de nuestro momento y circunstancia. Como todo, el secreto es el equilibrio. Calvino ofrece la clave en la definición treceava: el clásico puede ser un refugio al ruido de fondo de lo cotidiano, pero a la vez puede servir como soporte para escuchar de mejor forma al mismo ruido de fondo.

Pero lo más importante de la relectura de hoy, quizás, fue tomar conciencia de la necesidad de dedicar un tiempo en mi vida adulta para repetir las lecturas más importantes de mi juventud (explicación de la tercera definición). Haciendo memoria de los libros que leí antes de los quince o 16 años, por ejemplo, podría recordar tres o cuatro que fueron vitales:

  • 20,000 leguas de viaje submarino y Viaje al centro de La Tierra, de Julio Verne.
  • Los tigres de la Malasia, de Emilio Salgari (por cierto, no lo encontré en mis libreros. Lo busqué por internet y me apareció como Los piratas de la Malasia, quizás fue un error de memoria o un defecto de la traducción en la edición que leí de muchacho).
  • Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez (lectura que fue prohibida por mi padre hasta que fuera un poco mayor, lo cual fue el principal estímulo para leerla a escondidas. Esta lectura fue hecha en una de las primeras ediciones de Editorial Sudamericana, con unos bellos grabados de Vicente Rojo en la portada).

Debo hacer un espacio para la relectura de estos y otros textos, de acuerdo con el consejo de Calvino. Quizás encontraré en ellos algunas claves de mi propio pensamiento (explicación de la segunda definición), incrustadas allí y modificadas por mi propia experiencia de vida. Claves que, incluso, están allí sin tener plena conciencia de su origen. Creo, en especial, que la relectura de Cien años de soledad me sorprenderá bastante, pues cuando la leí por primera vez me dediqué mucho a los gratos encuentros eróticos (y salvajemente sexuales) de algunos de sus protagonistas (recuerdo, en especial, la referencia a los “chillidos de gata” de las mujeres). Quizás en este momento de mi vida atenderé otros fragmentos y el texto me regalará matices que dejé pasar en el primer encuentro.

Ahora que lo pienso, quizás mi padre tuvo razón: debí leer esa obra con un poco más de años a cuestas, pero a la vez me felicito por no hacerle caso, pues quizás por obra de esa lectura inoportuna hoy sigo leyendo con emoción adolescente y encuentro un gratificante placer en el encuentro con un libro.

Esta reflexión íntima me lleva a intentar responder a esa interrogante: ¿por qué leo?

Leo porque me da placer, quizás un placer adolescente, como si al abrir las páginas de un libro pudiera encontrar un grato encuentro amoroso o salvajemente sexual, que me reporte la satisfacción de leer con frenesí y después cerrar el libro con cierta satisfacción instintiva (perdón por lo inapropiado de la confesión, pero así es).

Calvino habla de que las lecturas de juventud pueden dar forma a la experiencia futura “proporcionando modelos, contenidos, términos de comparación, esquemas de clasificación, escalas de valores, paradigmas de belleza…” Creo que podemos añadir un elemento adicional: también pueden proporcionar experiencias placenteras, atisbos sensuales, que se volverán un referente del eros personal en la experiencia de vida y en la pasión lectora del futuro.

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