Una vez subí a La Cumbre y me sentí, como Ciorán, en la cima de la desesperación. Alguien me gritó, desde muy lejos: «deja de lamentarte y bájate, mejor». Lo hice, no tanto por el grito sino porque me dio hambre. Seguí leyendo a Ciorán mientras desayunaba, plácido, en el Hotel Costeño. Otro día evitaré esas cumbres y llegaré directo al restaurante. He dicho.