Hace algunos siglos los suplicios de los desdichados (culpables o no, pero acusados de un crimen capital) eran públicos. La ocasión se volvía una fiesta popular. La población acudía en tropel a solazarse y ruborizarse (con cierta hipocresía) con el dolor del cuerpo cercenado, decapitado, colgado o crucificado. Se instalaban, incluso, puestos de comida. No se habían inventado las palomitas de maíz, pero habrían quedado perfectas en esos momentos. No olvidemos que el martirio de Jesús fue un espectáculo público, pero fue también uno entre miles. Los suplicios eran todavía más atractivos si el desdichado era una figura de la nobleza o una dama de elevada cuna, como ocurrió con las sabrosas ejecuciones ordenadas por Enrique VIII y atestiguadas —con extraño placer— por el mismo Tomás Moro, tan imaginativo con las comunidades de elevados ideales. En el caso de las mujeres, es fácil imaginar que el morbo popular por su ejecución se acompañaba de algunas lascivas miradas hacia esos cuerpos delicados que el hombre común jamás disfrutaría por la distancia social. Su ejecución era una forma de venganza social y brindaban un retorcido placer. Algunos supondrían, con benevolencia magisterial, que la presencia social era deseable pues las ejecuciones cumplían una función de advertencia, para que la comunidad cuidara no transgredir los límites fijados por la ley y el poder. Pero no estoy convencido. Creo, con más realismo, que los seres humanos somos una especie morbosa y nuestros parientes más cercanos parecen compartir esa característica. Una vez vi un documental de un rinoceronte atrapado en el barro. Por mayores que eran sus esfuerzos no podía liberarse y se debilitaba con las horas, lanzando sonidos de impotencia y desesperación. En ese momento llegaron unos changuitos. Se instalaron cómodos en un árbol cercano y se dedicaron a observar curiosamente los esfuerzos del infortunado animal hasta que sucumbió, si bien parecieron aburrirse mucho antes. Foucault, al contrastar los suplicios del ayer con las prisiones de hoy, dijo que había desaparecido el espectáculo punitivo. “El ceremonial de la pena tiende a entrar en la sombra, para no ser ya más que un acto de procedimiento o de administración”. Añadió que “en unas cuantas décadas, ha desaparecido el cuerpo supliciado, descuartizado, amputado, marcado simbólicamente en el rostro o en el hombro, expuesto vivo o muerto, ofrecido en espectáculo. Ha desaparecido el cuerpo como blanco mayor de la represión penal” (Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión. 1976, Siglo XXI Editores) Es cierto, quizás, pero no desapareció el morbo que animó las ejecuciones públicas. El ser humano sigue como un animal morboso. Ahora exponemos con deleite las imágenes íntimas que brotaron de un celular perdido o de un correo intervenido. Atisbos a una pasión discreta, que se escaparon de la recámara o la habitación del hotel. El cuerpo sigue supliciado por el escarnio, expuesto a la gozosa desaprobación, ofrecido en espectáculo para los ebrios del desprestigio. Nos solazamos con el cuerpo expuesto y lo sometemos a nuestra versión del vandalismo, con toda la capacidad de destrucción de nuestra burla. Y si no existen imágenes surge el rumor que se da por bien servido. Basta que se diga algo terrible de alguien para que eso sea cierto y merezca nuestra desaprobación. Si el personaje es público o se trata de una mujer inalcanzable tanto peor (o tanto mejor, depende del mirador elegido): es la oportunidad de gozar con su desfiguro, de lacerarle con todo el odio que nace de nuestra envidia, de arruinarle, de hacerle caer y devolverle a la nada, es decir, a nuestro nivel.