Eran los años noventa y comía con dos amigos en la Zona Rosa de la Ciudad de México. Una mujer joven de ojos extraños llegó a la mesa.
—¿Quieren que les lea su mano?
Le dijimos que más tarde, que en ese momento no. La mujer se fue sin insistir pero me miró por unos momentos más. Mis amigos comentaron divertidos: “le gustaste”. Pero no vi regocijo en esa mirada. Sólo una extraña curiosidad. Nos olvidamos del asunto y seguimos en lo nuestro. La comida se volvió tarde de copas y se prolongó hasta el anochecer. Al salir, prolongamos la plática en la acera unos momentos más y la mujer apareció de nuevo.
—Ya puedo leerles su mano?
Mis amigos y yo teníamos un buen tono bajo la piel, después de una tarde tan grata y dijimos que si. La mujer le dijo a uno de mis amigos que le mostrara el puño cerrado. Eso nos extrañó un poco, pues suponíamos que nos leería las líneas de la palma, pero mi amigo accedió.
—Mira esos huecos profundos que se forman entre cada dedo. Tu eres despilfarro. Ganas mucho y gastas más. Se te diluye el dinero entre las manos.
Tenía razón, mi amigo ganaba muy bien pero siempre parecía andar con apuros económicos. Gastaba dinero de forma rápida y casi sin chiste, como si sus manos fueran barriles sin fondo. A los tres nos asombró la exactitud de la lectura. El otro amigo mostró también su puño cerrado.
—Evita los viajes. Tienes tendencia a los accidentes y dificultades cuando estás lejos de tu casa.
No entendimos muy bien el comentario, pero llegaba mi turno. Sin embargo no quise mostrar mi puño. Algo me daba miedo en la mirada de esa mujer y en su forma de decir las cosas. Además, debo confesarlo, siempre me atemorizó proyectarme hacia el porvenir. Prefiero que ocurra sin advertencia. Le dije que a mí la lectura no me interesaba, pero saqué un billete de buen tamaño y se lo entregué. La mujer dio las gracias y se perdió entre la gente.
Nos quedamos un poco más platicando y confirmando la veracidad de lo dicho por la mujer. Coincidimos en que uno de ellos era un despilfarrador y el otro confesó que los viajes no le gustaban, pues siempre resultaba con experiencias desagradables. Una vez, en Chiapas, extravió o le robaron la cartera. Otra vez, en Chihuahua, lo detuvo la policia por una confusión. En fin.
Nos despedimos y caminamos cada quien hacia el lugar donde habían quedado nuestros vehículos. Un par de calles más adelante, casi llegando al estacionamiento donde estaba el mío, volví a ver a la mujer de ojos extraños. Estaba leyendo los puños de una pareja, pero me miró al pasar. Le sonreí como saludo mientras pasaba a su lado y entonces me dijo, casi en un susurro:
—Te entiendo. Por eso siempre traes un libro en la mano. A los que son como tú no les gusta mostrar sus garras.
No me detuve. Seguí caminando hasta mi coche, arrojé adentro el libro que, en efecto, llevaba en la mano y me fui de allí.
Hasta la fecha no comprendo lo que me dijo. Si algún día lo sé podré contárselos.