Quizás ustedes no lo sepan, pero poseo extrañas cualidades deportivas. Un ejemplo es el voleibol, donde hice época durante mis años de estudio en la Secundaria Enrique Corona Morfin. No sé la razón, pero nunca lograba que la pelota llegara a donde debía llegar. Lo peor eran los «saques». La pelota volaba con mis golpes hacia lugares insospechados, incluso hacia atrás, pero nunca hacia el territorio de los adversarios. Por supuesto, tampoco lograba que las pelotas superaran la red y siempre fue un misterio para mí ese extraño salto para bloquear a los adversarios. En basquetbol pocas veces lograba «encestar» y a cada rato cometía infracción o «viola» por la falta de sincronía entre mis pasos y los rebotes. Me gustaba mucho el frontenis, pero nunca alcancé un nivel sólido y cuando alguna vez participé en una competencia no pasé de la primera ronda. En fútbol sucedían historias parecidas y ahora recuerdo que siempre era el ultimo que elegían para formar un equipo. Aún hoy, me es imposible disfrutar un partido de fut y por más que lo intento me duermo antes del medio tiempo. Claro, si alguien me pregunta algún resultado deportivo saldrá desilusionando. Nunca sé qué equipos juegan y no es raro que piense que alguna competencia sin importancia es el mundial. Por fortuna, en alguna época conocí el fútbol americano. No logré allí las posiciones de habilidad, pero en las de fortaleza más o menos me defendía y por lo menos pude presumir de pasar por algun deporte. Digo que poseo extrañas cualidades deportivas pues quizás las mías no encajan en ninguna disciplina conocida: habrá que esperar a que el deporte en el que seré imbatible se invente algún día. Con el tiempo me di cuenta que lo anhelaba del deporte era ser reconocido, aceptado, integrado. Alguna vez leí una declaración de un integrante del famoso grupo The Eagles: «El joven que toma un instrumento es un joven que quiere encajar en algún lado». Cierto, lo mismo podría decirse de los que intentan algún deporte en esos años. No es por la salud: eso lo hacen los maduros que salen a caminar o pasear en bicicleta. Los jóvenes lo hacen por pertenecer y yo quería estar en algún lado de la tribu. No lograba hacerlo en los deportes, así que lo intenté en la música, pero allí me fue un poco peor: a pesar de que fui a clases de guitarra en el IUBA no llegaba más allá del círculo de sol y las clases de flauta de la secundaria eran, debo confesarlo, casi una tortura para mí. Una vez vi un certamen de declamación y tampoco me llamó la atención, hasta que me llevaron a ver uno de oratoria. Allí se trataba de decir las cosas con brío y con ideas, sin ademanes delicados. Le pedí apoyo a mi amigo Carlos Enrique Tene Pérez, que ya había ganado algún certamen de oratoria en esos años (hoy es un prestigiado médico e investigador) y me llevó con su maestro, Salvador Vaca Pulido, quien me animó a prepararme para competir (Fue el primero de muchos maestros que tuve a lo largo de los años en oratoria: Valentin Arreola, Miguel Chávez Michel, Alejandro Álvarez y, por supuesto, José Muñoz Cota. No cabe duda que el maestro llega cuando el discípulo está listo). Cuando por fin llegó el día del certamen en la secundaria fue algo sublime. Me di cuenta que podía hablar improvisando y que cualquier accidente del momento podía aprovecharlo para beneficio del mensaje. Supe también que mi voz, tan resonante, fue hecha con un propósito. Lo más importante: al hablar en público sentía que hacía aquello para lo que había nacido. Una bella frase de la película Carros de Fuego puede ser aplicada aquí. Uno de los protagonistas, un veloz corredor que también es un apasionado misionero, confiesa que al correr siente que Dios se regocija. Eso mismo sentía -siento todavía- cuando hablo en público, cuando digo un mensaje inteligente, cuando logro motivar en algo a quienes me escuchan. Lo que no pude hacer en deportes o en cualquier otra cosa lo hice en el estrado. Creo que mi vocación política viene de allí, de esa necesidad de hablar para influir en algo para bien. Escribir me agrada, claro, pero solo cuando hablo en público, cuando estoy de lleno en la oratoria, siento que Dios está feliz conmigo. Bien lo dijo alguna vez Ulises: «los dioses nos dan distintos juguetes para divertirnos en la vida». A unos los hacen veloces, a otros magníficos con la pelota, a otros duchos con los instrumentos, otros son hábiles en los negocios. A mí me dijeron: «habla». Y eso sigo haciendo, hablando en voz alta.