Advertencias
Gracias por esta amable invitación para el buen desarrollo del tema “La democracia: una utopía”, pero debo advertir que no comparto el sentido que se advierte del título de la exposición. Parece dar por cierta una sentencia en torno a la democracia, es decir, que debe aceptarse de una vez como una utopía, un “deber ser” inalcanzable, algo inasible que parece dibujarse en un futuro nebuloso, un espejismo que parece alejarse cuando más intentamos acercarnos a él.
Tal sentencia, de ser cierta, debe ser consecuencia del estudio y la reflexión, pero sobre todo de la observación. En el título de la exposición ni siquiera aparecen por allí los signos de interrogación, que me habrían permitido discutir un poco en torno al supuesto.
Prefiero llamar a esta modesta aportación, si ustedes me lo permiten: “Democracia, más allá del juego de percepciones”, o si ustedes gustan, “El perchero democrático” por razones que −espero− queden evidentes al final. Así me sentiré un poco más cómodo. Eso no implica, por supuesto, que me niegue a explorar por aquí algo del concepto utópico que acompaña a toda reflexión política.
Debo añadir que trataré de estar a la altura del reto y espero no decepcionar ni aburrir a los que compartirán este momento con nosotros. Sin embargo, por honestidad intelectual me siento obligado a unas advertencias iniciales:
Primera advertencia. No soy un académico, aún cuando me habría gustado serlo en algún momento de mi vida.
Segunda advertencia. Tampoco soy un especialista en ciencia política, a pesar de que también me habría gustado serlo. Como es lógico, tampoco soy un experto en democracia, aún cuando, en este caso, jamás ambicioné serlo.
Como resultado de estas advertencias no me siento obligado a responder a interrogantes u opiniones que vayan un poco más allá del conocimiento general que, en torno al tema, puede poseer cualquier lector medio y provisto de lecturas desarticuladas.
En mi caso, por añadidura, esas lecturas no sólo pueden llamarse desarticuladas, sino también atropelladas. Por ello, espero su comprensión y paciencia.
Pero falta una, la tercera advertencia, que se refiere a mi visión sobre los procesos políticos, la cual posee tres componentes:
- Por más que intento analizarlos con imparcialidad y tomar una distancia crítica frente a ellos casi nunca lo consigo.
- Estos procesos me apasionan tanto que, por lo general, tomo partido en ellos. Y, por último…
- Participo en dichos procesos siempre que puedo, incluso me meto de cabeza y muchas veces meto hasta los pies.
En suma, confieso que poseo una personalidad muy inclinada a la acción, así que en muy contadas ocasiones puedo anotar alguna perspectiva calculadora y analítica. Una disculpa por este pequeño defecto.
Ustedes dirán: “bueno, de acuerdo, disculpas aceptadas, pero entonces ¿qué puede decirnos este señor en torno a la democracia?”…
Mi respuesta sería la siguiente: siendo un devoto practicante de la actividad pública, un participante asiduo de procesos políticos con victorias y derrotas en su mochila, que gusta de la reflexión y que posee una apasionada relación con muchos de los autores clásicos de la ciencia política (como Maquiavelo, me visto de gala para visitarlos en mis noches de lectura), encuentro que poseo algunas opiniones de interés (así lo creo, por lo menos) en torno a los procesos políticos en general y en especial a los que llamamos democráticos.
Así que esta plática puede aportar algunas cosillas dignas de provecho para los que gusten escucharla.
Sólo por eso, acepté la amable invitación a esta plática con ustedes.
Los muchos miradores
Pero vamos al tema. Un primer punto, a mi parecer indispensable, es el siguiente: los seres humanos vivimos en sociedad y compartimos un destino colectivo que algunos (los golosos) lo extienden a la humanidad entera; otros (los patriotas), lo comprenden con la nación; algunos más (los regionalistas o “matriotas”, para seguir de alguna forma a don Luis González) lo reducen a la categoría de su entidad o municipio, y otros más (los egoístas o inmediatistas) lo simplifican al extremo de su barrio, comunidad o colonia.
Dejo fuera de esta burda clasificación a los que sólo ven como un asunto colectivo lo que compete a su propia familia, porque ya estaríamos hablando de una mentalidad, digamos, mafiosa, que aquí estaría fuera de lugar (o eso creo, pues por desgracia la actitud mafiosa es un hábito político que se extiende por el mundo, como lo advirtió hace años Leonardo Sciascia).
El caso es que esa visión de los asuntos colectivos ejerce una presión considerable en el individuo. Es una presión por la homogeneidad, por la asimilación a la masa, que adquiere diferentes características en cada uno de nosotros: algunos lo asimilan como una misión, para otros es un estorbo, unos más lo ignoran o desatienden (y no les importa) y otros más piensan cómo sacar algún provecho de ello.
Esa conciencia colectiva pasa por nuestro propio filtro de intereses, vivencias y capacidades y queda fija, de una forma distinta, en cada una de las cabezas que componen lo colectivo.
De esa forma, cuando hablamos de un tema que consideramos general y digno del interés común, lo pensamos, definimos o imaginamos de acuerdo a nuestra propia percepción de la realidad… le ponemos nuestro propio sello, por decirlo así.
El resultado es que ese tema que parece tan asequible a todos, tan comprensible por todos, es visto, analizado y sentido de diferentes formas por cada uno de nosotros, aunque no nos demos cuenta de ello.
El perchero democrático
Es el caso del tema democrático, como ocurre con casi todo lo que consideramos un asunto colectivo.
Creemos que la democracia es tal y como nosotros pensamos que es o como debe ser y creemos, con firmeza, que los demás piensan igual que nosotros.
Así, a la democracia le colocamos, como un perchero, todas las prendas de nuestra propia imaginación. Pensamos que sirve para todo lo que nosotros pensamos que puede servir.
Perdón por la referencia costumbrista, pero aquí va: a la democracia le ocurre lo que le sucedió a una brillante generación de maestros, políticos y funcionarios públicos que dominaron el escenario colimense durante décadas. Como eran astutos, dotados de una preparación superior a la media (del momento) y poseían intereses culturales diversos, parecían abarcar todas las posibilidades del servicio público. La picardía popular intervino y fueron bautizados, jocosamente, como “Los Penicilinos”, en clara referencia al medicamento que servía para todo.
En un sentido similar, la democracia pareciera ser interpretada como un medicamento universal capaz de curar todas nuestras dolencias sociales… Una penicilina para todas nuestras aflicciones.
Si nosotros creemos, por ejemplo, que con la democracia pueden resolverse los problemas de accesibilidad a la educación superior, cuando nos enfrentemos a una deficiencia institucional para dar cabida a un grupo de estudiantes creeremos que no existe democracia, tan sólo porque no se cumplió ese requisito que nosotros consideramos indispensable (líbrenos el Señor que alguno de los excluidos sea un pariente cercano, porque entonces las emociones en juego se acentuarían hasta extremos histéricos y el rechazo democrático sería peor)
Otro ejemplo. Si nuestra percepción (o intuición o convicción) nos avisa que la democracia debe resolver, de forma definitiva la corrupción —un mal endémico de nuestra vida institucional, por lo menos desde que somos nación— entonces nos sentiremos profundamente decepcionados de que la corrupción siga, que sólo cambie de colores, que sólo se perfeccione para salir mejor librada de la mirada atenta de la opinión pública o de los adversarios políticos.
Uno más. Si nuestra percepción nos dicta que la democracia debería agotar o, al menos, resolver de mejor manera los problemas de seguridad pública, es decir, el fortalecimiento del crimen organizado, el crecimiento de la violencia o la multiplicación del tráfico de drogas, entonces nos sentiremos ultrajados si advertimos que esos problemas siguen o incluso se agravan en un escenario supuestamente más democrático, así que concluiremos, con decepción, que la democracia sigue ausente de nuestras vidas.
Incluso, abundando un poco en este último punto, es conocido que el crimen organizado prospera de mejor manera en las democracias, pues éstas suelen acompañarse de mejores sistemas de protección frente a la acción del Estado, es decir, permiten hacer uso de muchas alternativas establecidas para salir bien librado de acusaciones penales (ciertas o falsas) o incluso de una acusación enérgica de los órganos persecutores del delito.
Cuando Mussolini imperaba en Italia, la mafia siciliana tuvo su peor momento. No había forma de enfrentar un poder dictatorial enérgico e ilimitado. Por eso, los mafiosos contribuyeron con toda su capacidad de acción a la invasión norteamericana y muchos prefirieron integrarse a esa sociedad libre y democrática donde el dinero es un poder y donde ningún policía podía molestarlos caprichosamente en sus intereses.
En fin, una mirada atenta puede obligarnos a descubrir que la democracia no tiene la culpa de la accesibilidad educativa o de temas similares, es decir, que no es un sinónimo de justicia educativa ni de igualdad de oportunidades de estudio. Tampoco puede asimilarse a la transparencia ni a los mecanismos institucionales para controlar y castigar, en su caso, la corrupción. Mucho menos es equivalente a un descenso en la capacidad de operación del crimen organizado o al mejor desempeño de las policías.
Sucede que todas esas percepciones en juego son aditamentos, prendas que nosotros colocamos en el perchero democrático con mayor o menor fortuna, pero que no son atributos estrictos de la democracia. Incluso, algunos pueden ser resueltos de mejor forma en sistemas políticos de menor carga democrática, como se aprecia en el ejemplo del fascismo italiano.
Pongamos un ejemplo adicional: si nosotros pensamos, con un criterio idealista, que la democracia puede y debe resolver todas las tensiones que brotan de las relaciones de los individuos entre sí y de éstos con el Estado, o bien al interior de las organizaciones sociales, o que es posible que el concepto democrático responda al mismo ritmo que le exige el desarrollo científico y tecnológico, como puede ser la participación social en las decisiones públicas (su análisis, discusión, confirmación o eventual revocación), mediante sistemas de consulta “en línea”, por ejemplo, entonces estaríamos, a mi ver, colocando demasiadas prendas en el perchero democrático y eventualmente concluiríamos que la democracia sigue lejos de nosotros o que es, sin más, una utopía plasmada en el texto de algún teórico extraviado.
El “recurso” democrático
Un elemento adicional que dificulta la apreciación de los procesos democráticos y sus reales alcances es la utilización de la palabra “democracia” como un discurso inspirador a la acción, como justificación de una demanda social o como argumento para descalificar lo que consideramos antagónico.
Esto es una consecuencia natural del “juego de percepciones” y del concepto de “la democracia como perchero”, a los que ya hicimos referencia. Ello es lógico, pues las percepciones motivan convicciones y de allí a la acción política sólo existe un pequeño paso.
Pongo un ejemplo concreto, a la mano y amable. Hace unos días, unos promotores entusiastas del baile de salón, de los que gustan ponerse en forma al son de la Banda de Música de Gobierno del Estado, vinieron a verme para solicitar mi respaldo a una petición que pensaban presentar a otras instancias de gobierno: querían quitar algunas de las jardineras del Jardín Libertad de Colima para ampliar el espacio de su improvisada pista de baile.
Por supuesto, me indicaron que su petición era totalmente justa y democrática, pues todos los interesados estaban de acuerdo, no se advertían posibles objeciones a la vista y su afición se considera saludable y divertida. Sin discutir que tal petición era o podría ser democrática y justa, y en plena coincidencia con lo saludable y divertido de su afición, les pregunté qué pasaría con quienes opinaran que las jardineras se ven hermosas así como están y que resultan un elemento indispensable de un buen paseo por el Jardín Libertad.
Ellos me respondieron que no existían esas opiniones, que no se veían por allí… y claro, estuve de acuerdo que en ese momento no existían, pero tan sólo porque no había razón para ello. Pero también les comenté mi sospecha de que en el momento oportuno aparecerían por allí voces en respuesta.
Fui un poco más lejos con la hipótesis y les pregunté lo que sucedería si en algún momento los integrantes (cada vez más numerosos) de un club de motociclistas llegaran conmigo a pedirme, de una vez por todas, que los ayudara en su gestión de quitar el Jardín Libertad, por estorbarles en sus maniobras y peripecias por el centro capitalino.
Para ellos, quizás, lo ideal sería disfrutar de un centro similar al Zócalo del Distrito Federal, libre de árboles, bancas y jardineras, donde podrían solazarse en sus “Harley” a plenitud…
Estos motociclistas, por supuesto, también estarían planteando una demanda justa (pues para ellos es importante) y si se quiere democrática, pues son muchos y pueden ser muchos más (espero que esto no despierte los temores de aquellos entusiastas de las visiones apocalípticas, tipo Mad Max).
Mis interlocutores se horrorizaron, pues ellos consideraban que su demanda era mucho más asequible, justa, tranquila y democrática que la hipotética de los motociclistas, además de que no son comparables los suaves pasos del danzón o incluso del pasodoble, con el bullicio ensordecedor de cientos de motocicletas en circulación.
Por supuesto, estoy de acuerdo con ellos, pero la democracia implica aceptar todo con tolerancia, incluso lo que nos puede resultar incómodo.
Al final, el asunto quedó así. No tengo conocimiento si mis amigos aficionados al baile siguieron con su petición o si prefirieron dejar las cosas en suspenso.
Esta pequeña historia brinda muchas reflexiones, pero quizás la principal es que la democracia puede significar mucho, pero resulta incómodo, por decir lo menos, utilizarla como un elemento discursivo provisto de una intención inmediata…. Una reflexión adicional es que a veces parece más democrático lo que nos resulta más cómodo y aceptable.
Voy con otro ejemplo similar. Hace un par de días, un empresario del centro de Colima, me solicitó prohibir los conciertos de rock en el Jardín Libertad. Mi percepción (recordemos que vivimos en un juego de percepciones y yo no soy ajeno a él) es que este respetable amigo considera como rock todo lo que es un poco más ruidoso de lo normal.
Los argumentos del señor eran tajantes: la mayoría de las personas (ojo, aquí aparece el argumento democrático) que visitan el centro son personas maduras y gustan de los paseos sosegados y la música tranquila. En cambio, pocos jóvenes llegan al centro y esos conciertos deberían presentarse en otro lugar (lo más alejado de sus oídos, quise añadir, pero me reservé el comentario).
Le respondí que si bien estaba de acuerdo en generar alternativas permanentes para la población de la tercera edad y para las familias que nutren mayoritariamente, quizás, el Jardín Libertad, también me parecía que los jóvenes tienen todo el derecho de usar del mismo espacio público y que además, la poca asistencia juvenil al centro capitalino era resultado, precisamente, de la carencia de alternativas para los jóvenes.
Pero también le dije que cuando yo lograba organizar un buen concierto (de eso indefinible que podemos llamar “rock”, por comodidad), la respuesta de los jóvenes era entusiasta. Incluso, le mencioné que consideraba una obligación personal generar esos eventos, pues prefería atraer de alguna forma a los jóvenes al centro y evitar que siguieran atestando las brechas en los alrededores de la ciudad, por todos los sucesos recientes… Creo que mi respuesta no le gustó mucho, pero así quedaron las cosas por el momento.
Esta pequeña anécdota personal puede ser elocuente. Mi moraleja es que debemos interpretar con cuidado toda referencia discursiva democrática, más aún cuando parece enmascarar un interés individual, de grupo, de clase o incluso de edad.
Esto lo podemos trasladar a partidos y organizaciones, por supuesto. Hace unos diez años o más prosperaban las agrupaciones político-electorales que se autodefinían como democráticas y asumían como uno de sus elementos vitales de oferta política la plena instauración de la democracia en México.
Esas organizaciones ya no existen o cambiaron de signo y de oferta política. Los partidos, incluso, ya modificaron un poco sus referencias discursivas y cada vez hablan menos de la democracia como el eje de su programa de acción. De igual forma, es cada vez más escaso que se recurra al argumento del fraude o de la injusticia electoral para justificar una decisión electoral determinada.
Esta evolución del discurso político hacia nuevas propuestas, apuestas y pretextos es un síntoma claro de que algo cambió, de que la democracia es percibida como un proyecto logrado, como un territorio conquistado y de que a la sociedad no le interesará mucho que alguien pugne, en nuestros días, por su “plena instauración”.
Transiciones
Siguiendo con este hilado (en progresivo deshilado, como las malas mañas de Penélope) nos sentimos obligados a recordar el referente de la llamada “transición a la democracia”.
Los analistas (todos aquellos ensayistas, articulistas y escritores con capacidad de influir de alguna forma en la opinión pública) insistían hace pocos años en que vivíamos en un sistema político no democrático. Un sistema un tanto difuso, un tanto indefinible que llamaban, alternadamente, “dictadura perfecta”, “sistema hegemónico de partido dominante”, “democracia bárbara”, “modelo presidencialista autoritario”, “democracia formal sin realización plena” y otros términos por el estilo. En fin, un sistema que debería transitar, ya, a la democracia plena.
Incluso, existió una corriente teórica profundamente preocupada por las características que ese “tránsito” debería adquirir. Recuerdo que por los años noventa, quizás a mediados de esa década, tomé un curso donde un maestro muy prestigiado ponía el siguiente ejemplo: si vivimos en una casa de material ligero y ésta se viene abajo (ese “venir abajo” era la temida o deseada transición), entonces saldremos de los escombros con unos cuantos raspones, pero si la casa es fuerte y sólida, de muros gruesos (como se consideraba al sistema político en ese momento), entonces al caerse nos lastimará a todos de una forma dramática e imprevisible… hasta podríamos quedar atrapados entre las ruinas.
Así lo decía, palabras más, palabras menos, y no es difícil encontrar preocupaciones similares en los textos de aquellos años.
Por si fuera poco, existió un grupo político, si mal no recuerdo era el “Grupo San Ángel”, integrado por personalidades destacadas de la política mexicana, con un criterio plural, que se integró, precisamente, para evitar (creo que mi recuerdo es preciso), “el choque de trenes”, pues sus protagonistas experimentaban un justificado temor por la posible inestabilidad que seguiría a un eventual triunfo opositor en las elecciones presidenciales o incluso, justo es también recordarlo, un triunfo electoral más del partido en el poder. Recordemos que no estaba muy lejos la experiencia de 1988, cuando el país entró en una situación política dominada por la incertidumbre.
Pero pasaron los años y ni una cosa ni la otra ocurrieron: no se derrumbó una casa añosa (y si al final se derrumbó no afectó mucho la vida cotidiana de la mayoría de los mexicanos) ni chocaron los trenes. Por fortuna, claro, pero también porque −así lo considero− la democracia ya estaba por allí, en pleno funcionamiento, sólo que no nos atrevíamos a reconocerla y disfrutarla.
¿Por qué lo considero así?, ¿por qué pienso que ya vivíamos en un régimen democrático?… Brindo un par de argumentos:
Primero. La mayor parte de lo que podemos llamar el “andamiaje normativo e institucional de la democracia” ya estaba construido, después de muchos años de intensas y apasionadas discusiones, reformas y nuevas reformas… Después del triunfo de Vicente Fox, el hecho definitivo e incuestionable de la llamada “transición” (pues se trató del triunfo de un opositor al partido que ostentó el poder durante décadas), poco se añadió a ese andamiaje. No se recuerdan durante el ejercicio presidencial de Fox reformas electorales de consideración que alteraran sustantivamente lo previo, ni se presentaron nuevas fórmulas institucionales que confirmaran la plena instauración de la democracia. De hecho, el modelo original que brindó certidumbre a esas elecciones históricas sigue hasta la fecha, más de diez años después, sin faltar la consabida desconfianza al proceso electoral y a la autoridad de la institución organizadora de los comicios.
Segundo. El partido que representó al poder durante décadas no sólo sobrevivió a la pérdida de la Presidencia de la República: también siguió alcanzando triunfos en distintos escenarios competitivos del país. Es cierto que no alcanzó la Presidencia en las elecciones siguientes, pero se mantiene competitivo para alcanzarla y eso es una condición suficiente de salud política. Esto podría llevarnos a suponer que muchas de las elecciones que ganó antes de la famosa derrota presidencial, por ejemplo en los escenarios locales, fueron bien ganadas, pues de otra forma no seguiría obteniendo triunfos en medio de un escenario más competitivo y sin el sostén presidencial. Eso puede indicar, además, que muchas de las acusaciones de fraude que recibió por esas victorias pudieron ser recursos discursivos dotados de una intencionalidad descalificadora, es decir, no fincados en la realidad ni soportados por la calidad democrática de una elección determinada.
(Aclaro, de una buena vez, que no pienso que todas esas acusaciones eran infundadas, sobre todo en la década de los ochenta, pues se perciben episodios turbios que ya forman parte de la historia, que están razonablemente documentados y sobre los que no se podrá tener, quizás, una versión real y definitiva pero que son considerados por la mayoría de los analistas como típicamente fraudulentos)
En otras palabras, la dichosa “transición” (o los elementos vitales que la integran) ocurrió, a mi juicio, antes de la consabida elección donde resultó ganador Vicente Fox. Ya existía la democracia aunque nos negáramos a reconocerla. Por supuesto, también es justo reconocer que aquel triunfo foxista permitió despejar toda duda al respecto, pues al aparecer este resultado histórico en una elección presidencial nadie volvió a decir que vivíamos en un sistema sin plenitud democrática.
Regresiones
Ahora bien, no todo fue felicidad en el análisis político posterior a la transición. Los primeros años de esa plena conciencia democrática estuvieron marcados por la preocupación de una “regresión”, es decir, el temor latente de que la democracia (al ser un perchero donde todos colocan su propio sombrero humedecido de experiencias, expectativas y esperanzas) podía desilusionar a los ciudadanos, a una sociedad que en algún momento llegarían a verse “tentada” por el fantasma de los “golpes de fuerza”, de las “decisiones autoritarias abruptas”, de las “regresiones democráticas”… un fantasma que recorrió a los países de América Latina durante todo el siglo XX y del que México resultó afectado sólo al inicio del siglo, con la trágica experiencia maderista y la secuela llamada La Decena Trágica.
Vale la pena la memoria, al menos a vuelo de pájaro. El arribo de Madero a la presidencia estuvo marcado por el recelo de las clases dominantes porfiristas (que permanecían sólidas y poderosas), por la inestabilidad de los grupos armados desperdigados por el país, por la desconfianza que minaba al ejército (el mismo ejército que formó y mimó el viejo dictador), por la locura de un embajador norteamericano de ingrata memoria y por los propios errores del nuevo líder institucional, un hombre valiente pero poco enérgico, culto pero poco astuto, idealista pero poco suspicaz, que incurrió en una serie de graves errores tácticos que lo llevarían a una muerte a traición en las manos de un militar de carrera en el que había confiado en un inicio: Victoriano Huerta.
La “solución de fuerza”, el “retorno o la regresión a la dictadura” que experimentó el país en esos difíciles años no fue, por fortuna, perdurable. Las fuerzas rebeldes se rehicieron, se reagruparon y lograron resolver, con el liderazgo inicial del movimiento constitucionalista, la Revolución que amenazaba con agotarse prematuramente.
Sin embargo, lo que sí pareció ser perdurable fue la sospecha con la cual los líderes revolucionarios vieron a la democracia en lo sucesivo. Por lo menos, no volvieron a pensar en ella con seriedad. El lenguaje democrático se ausentó del ejercicio del poder real durante décadas y, cuando volvió (a final de cuentas no podía olvidarse la inspiración maderista y la frase de “Sufragio efectivo, no reelección” que había desencadenado la lucha armada), fue aderezado con unas invenciones del modelo mexicano que le brindaron muchos años de estabilidad política al país: el sistema de partido dominante y el presidencialismo mexicano, es decir, un poder casi total sujeto a un límite temporal preciso.
El concepto democrático también fue incorporado de diferentes formas. Se habló de una democracia social, de una democracia económica, de una democracia educativa, de una democracia llena de contenidos que pretendían oscurecer o al menos postergar al concepto natural y lógico de la democracia política maderista.
Puede entenderse, entonces, lo acertado de un ensayo famoso en los años ochenta que reclamaba la necesidad de una “democracia sin adjetivos”. Cuando ese ensayo fue publicado los viejos mecanismos de estabilidad del modelo mexicano ya no daban el ancho para la nueva realidad política nacional.
Peor fue la experiencia de muchos países latinoamericanos, que sin la aplicación de invenciones como el partido dominante y el presidencialismo estable experimentaron continuos avances y retrocesos democráticos, casi siempre acompañados de la pérdida, en mayor o menor grado, de las libertades políticas. El ejemplo a la mano es la presidencia socialista de Salvador Allende y la irrupción de la dictadura de Pinochet, pero muchos casos similares recorrieron y siguen recorriendo al Continente, desde su centro hasta el sur.
El riesgo sigue. Es sabido que las democracias nacientes o recién “transitadas” experimentan esa macabra tentación, en gran medida porque los gobernantes recién llegados no logran hacerse con todos los mecanismos del poder y porque aún se mantienen rescoldos de los viejos grupos beneficiarios de lo previo.
También es posible que la sociedad, afectada o afrentada por un gobierno débil vea con simpatía el retorno de un mando drástico que prometa componer las cosas como se debe. Ejemplos existen muchos, en el ayer y el ahora y todos muy cercanos, pero eso no ocurrió en México y debemos ocuparnos (no sólo pre-ocuparnos) para que eso jamás ocurra.
Esto es, por supuesto, un argumento adicional que puede llegar a confirmar, eventualmente, que la democracia mexicana ya existía de forma casi integral antes de la “transición formal”, por lo que sus riesgos potenciales fueron suavizados desde algunos años antes de la elección presidencial a la que hacemos referencia.
Aquí radica otro elemento de reflexión en torno al concepto democrático. Si a la democracia le seguimos colgando prendas y sombreros que no le son propios estaremos contribuyendo a una progresiva desilusión social en torno a ella, es decir, a que la sociedad perciba que la democracia no genera beneficios tangibles y que, por tanto, es prescindible, lo que llevaría a indeseables escenarios de inestabilidad y, eventualmente, a una más indeseable “regresión”, que puede adoptar características temibles.
No crean ustedes que estamos muy lejos de ese riesgo. El crecimiento de la inseguridad pública en todo el país y la aparente insuficiencia institucional para responder a este reto puede desencadenar esa decepción prematura en la democracia, con toda una serie de consecuencias inadvertidas hasta este momento.
Atributos democráticos
Dependiendo de nuestro perchero podemos descubrir en la democracia ventajas y limitaciones, podemos defenderla o cuestionarla por igual, podemos enaltecerla o denigrarla, podemos defenderla como un modelo vigente o condenarla a una futuro utópico que jamás llegará.
Es importante, sin embargo, darnos cuenta que unas y otras posturas pueden ser ajenas, totalmente ajenas, a lo que la democracia nos prometió con sus propios medios.
Aquí podemos recordar que los mínimos procedimentales, los mínimos universales de la democracia son fácilmente identificables (aunque no precisamente fácilmente alcanzables). Por debajo de ellos ningún régimen puede considerarse democrático. Ellos son:
- Sufragio universal, masculino y femenino.
- Claro ejercicio de los derechos cívicos y políticos, individuales y colectivos.
- Elecciones libres, limpias, competitivas y periódicas.
- Existencia de más de un partido.
Algunos añaden, a la calidad electoral, el adjetivo “confiable”, lo que suena lógico si atendemos al hecho de que el crecimiento de esa confianza reduciría el margen de incertidumbre y desactivaría los riesgos de las conocidas protestas postelectorales que muchas veces alientan escenarios de inestabilidad.
En cuanto a la existencia de más de un partido, algunos más añaden el término “competitivo”, es decir, que no es suficiente con apreciar opciones electorales, pues ellas pueden ser el resultado de “partidos satélite” o “partidos oportunistas” que no cuentan con la capacidad de participar en condiciones de triunfo en los distintos procesos electorales y por tanto son inútiles para la democracia.
Se habla, también, de la necesaria existencia de fuentes diferentes y alternativas de difusión, es decir, que la información política, electoral o de gobierno no dependa de un emisor único, que podría escamotear la veracidad de los hechos.
Sin embargo, estos atributos adicionales no son considerados esenciales para la correcta definición de un sistema democrático.
Ese sistema podrá identificar o no ciertos retos, ciertos temas susceptibles de reforma o adecuación que fortalecerían o perfeccionarían su calidad democrática, pero la democracia ya está presente y es incuestionable su ejercicio.
La carencia de alguno de estos atributos básicos o la combinación de ciertas carencias existentes en ellos permiten identificar y clasificar modelos que suelen llamarse de “semidemocráticos”.
Otros, los que sólo atienden la dimensión electoral de la democracia pero no respetan la dimensión de los derechos civiles o políticos son llamados “modelos ambiguos”.
Algunos analistas también hablan de “democracias defectuosas” y hasta de “regímenes híbridos”, pero queda claro que si se cumplen los mínimos procedimentales a los que hicimos referencia el concepto democrático queda suficientemente acreditado.
Si revisamos con cuidado y sin apasionamientos nuestro modelo actual podremos concluir, con toda seguridad, que vivimos en una democracia, si bien nuestro perchero tiene algunos sombreros y prendas de más.
No es que eso sea malo en sí mismo, incluso es deseable, pues todos los atributos que imaginamos adicionales pueden acrecentar nuestro camino a la felicidad colectiva, pero eso ya no será responsabilidad de la democracia. Será, simplemente, responsabilidad nuestra.
Muchas gracias.
QUE TAL RUBEN.
INTERESANTE, MUY INTERESANTE TU PONENCIA, ANEXARIA UN PUNTO MAS, DEJAR DE PENSAR O HACER PENSAR QUE EL SUFRGIO EFECTIVO, REQUIERE UNA «NO» RELECCION, PUESTO QUE PARA SER EFECTIVA, ESTA ACCION SOCIAL, SE REQUIERE LA OPCION DE REELEGIR, ESTE «ESTIGMA POLITICO», HACE QUE CADA TRES AÑOS EN ALGUNOS CASO, Y CADA SESI AÑOS, SE DETENGAN LOS PLANES, PROYECTOS, REALIZACIONES, PARA PONER NUEVOS POLITICOS, QUE VENDRAN A TRATAR DE HACER ALGO EN UN PERIODO CORTO, Y ASI SE HACE EN NUESTRO PAIS UNA CADENA DE TRANZAS… TERMINARIA MI IDEA CON UNA GRAN CONCEPTO: «LA INPUNIDAD DE HOY, ES LA CORRUPCION DEL MAÑANA.
SALUDOS.
Hola Rubén:
Buena exposición sobre el tema. Las conclusiones creo van hacia la misma línea: el pueblo debe despertar de su hartazgo, neutralizado por la propia sociedad. La democracia nació primeramente como un ideal, como una meta que por supuesto jamás se podrá alcanzar, lo valioso de esta paradoja es la reinvención día a día que una sociedad puede alcanzar. Vuelvo al mismo punto valioso en todo esto: somos culpables por lo que hacemos y dejamos hacer, vayamos por nuestra identidad, recordando de vez en cuando las grandes herencias del pueblo griego… Buen ejercicio de reflexión, buena descripción de situaciones relacionadas al tema. Un abrazo
Gracias Oscar…
Gracias José…