Concentrar la pasión del progreso en la razón suena seductor, pero a veces tal camino lleva a la esterilidad. Como si deseáramos arribar a una tierra prometida, ebria de progreso, y en su lugar llegáramos a una isla desértica. Quienes privilegian la inteligencia en su vida cotidiana apartan de sí esas muchas estupideces que nos hacen felices. Si, parecen estupideces, pero alegran un poco esos días oscuros de la razón que se sabe desamparada en un universo sin medida conocida. En cambio, los seres de mente sencilla saben hacer de esas pequeñas cosas un acontecimiento notable. No estaría mal, en suerte de utopía, combinar un poco de ambos extremos: ni una razón extrema que nos lleve a la desdicha, ni una abundancia de estupidez que nos lleve al embrutecimiento (que tampoco puede ser sinónimo de alegría, por más que se le parezca). Aldous Huxley dijo de Newton que su intelecto supremo le obligó a pagar un precio: “era incapaz de amistad, amor, paternidad y muchas otras cosas deseables”. Añadió una línea terrible: “Como hombre fue un fracaso; como monstruo fue soberbio”. Yo prefiero un mundo más estúpido y ridículo, donde los seres tengan al menos la posibilidad de la sonrisa, que otro donde la razón nos lleve a la amargura y el recelo. Cada quien, por fortuna, puede elegir con cierto margen de relativa confianza su porción de mundo. Pero no hay que tardar mucho en elegir: la sonrisa estúpida y el gesto amargo salen a cada paso y exigen pronta definición.