Leyendo frente al espejo…

Fecha: 24 de agosto de 2010 Categoría: Casa de Empeños Comentarios: 0

Estoy leyendo No es país para viejos (No Country for Old Men), de Cormac McCarthy, un magnífico escritor de éxito tardío. La novela es muy recomendable para los que gusten de la literatura negra, que en este caso posee un lejano —pero paladeable— sabor con la literatura western: algo de pistoleros, de asesinos implacables, de ambiciones al alcance de un hombre común y corriente, de escapatorias y persecuciones, de historias casuales donde el destino y los protagonistas juegan una partida de poder a poder. Cormac nació en 1933 y escribió 4 o 5 novelas antes de ser reconocido con el National Book Award por Todos los hermosos caballos (All the Pretty Horses) en 1992. Su nueva novela (que no he leído todavía pero sigue en mi lista de pendientes) es La carretera (The Road), que ya obtuvo el Premio Pulitzer en la categoría de ficción en 2007.  Por cierto, No es país para viejos fue llevada al cine por los hermanos Cohen en 2007, con las actuaciones de Tommy Lee Jones y Javier Bardem, entre otros.  En su momento escuché opiniones encontradas sobre la película (también sobre las actuaciones de Lee Jones y Bardem),  pero a mí en realidad me gustó. Debo confesar, sin embargo, que no soy exigente cuando alguien tiene la v¡rtud de meterme de lleno a una historia y para mí la calidad es algo tangible e inmediato: es buena (una película, una novela) cuando deseo volver a verla o cuando siento la necesidad de releerla.

Una de las cualidades de esta novela son sus personajes: son tristes, desolados, fieros y en muchos sentidos incomprensibles, pero a la vez poseen algo muy cercano, como si estuvieran al alcance de nuestras propias vidas y fueran una anticipación de nuestra propia vejez deslilusionada (el Sheriff Bell), un atajo mal tomado por nuestro instinto supresor y violento (esa máquina de matar llamada Chigurh) o la reacción natural de nuestra vida ordinaria frente al golpe de fortuna (Llewelyn Moss). Abundemos un poco: el viejo Sheriff Bell nos previene de la posibilidad de experimentar su impotente incomprensión frente a un mundo cada vez más violento;  el sicario Chigurh nos horroriza frente a los muchos  asesinos despiadados que pueden cruzar nuestro camino (por cierto, este sicario comparte a cada momento su peculiar y descarnada filosofía de la vida, que resulta muy atractiva) y Moss nos obliga a preguntarnos lo que haríamos frente a una oportunidad semejante a la que desencadena su historia y su tragedia. Además, esta novela tiene magníficos momentos. Aquí puedo recordar dos, casi al azar:

  • La afición de Chigurh por someter al veredicto del azar (y de Fortuna) las decisiones de su naturaleza implacable, con la íntima convicción de que todo es una forma de apuesta entre la vida y la muerte. Esto se demuestra en el extraño diálogo que sostiene con el inocente dueño de una gasolinera del camino:

«Tiene que decidirse, dijo Chigurh. Yo no puedo hacerlo por usted. No sería justo. Ni correcto siquiera. Vamos, diga.

Yo no he apostado nada.

Claro que sí. Lo ha estado haciendo toda su vida. Solo que no se ha enterado. ¿Sabe qué fecha lleva esta moneda?

No.

Mil novecientos cincuenta y ocho. Ha viajado veintidós años para llegar hasta aquí. Y yo también. Y tengo la mano encima. Y solo puede ser cara o cruz. Y a usted le toca decidir. Vamos.

No sé qué es lo que puedo ganar.

La cara del hombre brillaba ligeramente perlada de sudor bajo la luz azulina. Se pasó la lengua por el labio superior.

Todo, dijo Chigurh. Puede ganarlo todo.»

(Si ustedes advierten la carencia de guiones es porque así escribió el autor su novela: sin las reglas que indican el inicio de un diálogo o su final, en una relación continua entre los pensamientos íntimos de los protagonistas, sus palabras y la propia voz del narrador, con excepción clara en las reflexiones desconsoladas del Sheriff Bell que le dan secuencia a la historia)

  • La inquietante descripción de algunas muertes violentas, que nos lleva de la mano a un horror casi doloroso, como ocurre en el siguiente párrafo:

«Entonces sí cerró los ojos. Cerró los ojos y giró la cabeza y levantó una mano para repeler lo que no podía ser repelido. Chigurh le disparó a la cara. Todo cuanto Wells había sabido o pensado o amado en su vida se escurrió lentamente por la pared que tenía detrás. El rostro de su madre, su primera comunión, mujeres que había conocido. Los rostros de hombres en el momento de morir arrodillados ante él. El cuerpo de un niño muerto en un barranco junto al camino en otro país. Quedó tumbado en la cama sin media cabeza y con los brazos extendidos y la mano derecha prácticamente desaparecida. Chigurh se levantó y recogió de la alfombra el casquillo vacío y solpló y se lo guardó en el bolsillo y miró el reloj. Faltaba un minuto para el nuevo día.»

En fin, se trata de una novela deliciosa, pero es posible que deje algo en nosotros, algo que nos acompañará —impune— por mucho tiempo.

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