Toqué y abrí. El cuarto parecía inalterable, como si la puerta no tuviera importancia y el lugar siguiera así, tapiado, apartado de las molestias de un mundo en movimiento, impermeable a todo lo que sucede. Allí no operaba la entropía, esa suave anarquía de todo lo que existe. Volví a cerrar la puerta. No quise que mi incómodo ser alterara esa íntima estabilidad, ese ordenado desgano que nunca dependió de mi para estar y permanecer. Algunos lugares deben dejarse en paz, olvidarse de ellos, mientras seguimos caminando hacia otro lado.