1) Toda emoción es mutable. Es el caso del amor, claro, pero también de toda admiración excesiva hacia alguien: con facilidad se vuelve desilusión y rencor. Decir «te amo» puede volverse un drástico «te odio» y viceversa. Me ha pasado algunas veces y por eso ya no me extraña. Las declaraciones de adhesión o rechazo están condicionadas a lo que suceda después.
Por eso procuro no odiar a nadie. Me aterraría terminar a besos con quien me despierta repulsión.
2) Toda adulación puede enmascarar vilezas tales como la envidia y el rencor. Quien adula no intenta halagar, sino manipular. Al adular se pretende obtener un beneficio concreto y si no se logra se caen con facilidad las apariencias. Es incluso posible que el tamaño de la adulación sea el reflejo de una opinión profunda en antagónico, como si fuera un negativo.
Si alguien te dice «eres lo máximo, lo inconmensurable, lo divino», deberías agarrarlo a golpes y escapar de allí a toda prisa.
3) Los que te hablan con un gran respeto, sin que parezca existir una clara justificación, en realidad están disimulando su desprecio hacia ti. La forma intenta distraer la atención del fondo. Es en realidad una estrategia por enmascarar la verdadera opinión. Por eso, los seres dotados de sabiduría exigen que se les trate sin ese respeto aparente, sin esas fórmulas de excesiva cortesía, sin ese oropel y etiqueta con olor a naftalina. Toda agresión pasiva es respetuosa y solemne, pero es un engaño: Se volverá agresión física si el respetuoso tiene la oportunidad.
No le des la espalda a quien te habla de «usted» con tono rimbombante. No vaya a ser que termines con una daga en el lomo.