Hace algunos años acompañé a unos amigos amantes de lo extremo a un descenso en rapel desde una elevada barranca. Ya había practicado lo suficiente, incluyendo esa extraña sensación de plena horizontalidad en un alto muro vertical, como si se caminara desafiando la gravedad. Aún así me daba cuenta que eso no era lo mío. Soy muy torpe con las manos y muy pesado (aunque en esos años era muchacho y estaba en forma), así que toda maniobra que mis amigos hacían con soltura, casi en automático, a mí me costaba demasiada concentración y esfuerzo. Todo talento es así: si lo tienes se hace fácil y si no debes esforzarte mucho. Aquel día cuando llegué al borde comprendí que no podría hacerlo. Implicaría un riesgo demasiado alto a cambio de una experiencia que tampoco me ofrecía grandes satisfacciones. Así que desistí. Mis amigos me dijeron que si no lo intentaba «nunca sabría de qué estaba hecho». La frase era usual por aquellos años (quizás la puso de moda alguna película), pero no me sonó convincente. Les dije que no lo haría y me fui a esperarlos a un lugar cómodo y sombreado donde me la pasé leyendo (siempre llevo algo para leer, sin importar a donde vaya), mientras ellos descendían por esos enmarañados declives. Pasaron los años y encontré las materias en las que poseo talento, que sigo disfrutando hasta la fecha. Me alejé también de las otras, las que me exigían demasiado sin procurarme grandes satisfacciones. Aquellos amigos siguen haciendo cosas extrañas y emocionantes. Acentuaron en su vida las emociones físicas. Yo leo, hablo y escribo. Elegí para mi vida las gratas emociones que ofrece la reflexión. A final de cuentas no necesité bajar en rapel por el abismo para darme cuenta de quien soy y de lo que estoy hecho. A veces se aprende por omisión tanto como por acción y los que se abstienen o declinan pueden vencer tanto como los que osan y emprenden