Bizancio, un espantapájaros y un asesino que cuestiona las decisiones del destino…

Fecha: 2 de febrero de 2020 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

“Aquel no es país para viejos”, dijo William Butler Yeats en uno de mis poemas favoritos: Navegando a Bizancio. Allí dijo también (traducción de Juan Carlos Villavicencio):

 

Un hombre de edad no es más que una cosa miserable,

un abrigo andrajoso sobre un palo, a menos que

el alma aplauda y cante, y cante más fuerte

por cada arruga en su vestido mortal.

 

Pero la sentencia no es sólo para los viejos: en realidad todos somos algo miserable, casi unos espantapájaros, toscas prendas sobre una armazón de palos. A menos, claro, que nuestro espíritu conserve vigor y se exprese, cantando algo que valga la pena. Aterrador pero cierto. Quizás por eso siempre debe intentarse hacer algo, lo que sea, incluso sin esperanza. Cantar algo que pueda ser escuchado. Todo sea por no abandonarse a la ruina.

Por eso me sacude tanto ese poema, que releo cuando puedo. Además de su referencia a la otra Roma: Bizancio (o Constantinopla), la de las grandes murallas, la gran ciudad del Bósforo engarzada entre dos continentes.

Debo confesar, al respecto, que soy casi un experto en la historia de Bizancio/Constantinopla, pero siempre me detengo en su historia antigua. Es decir, nunca llego a la historia final de la turca Estambul, pues se me hace muy triste: es la derrota de una ciudad que fue un sueño de Occidente y que el mismo Occidente dejó morir con indiferencia.

Lo que no sabía es que ese poema de Yeats mientras navega a Bizancio, un poema sombrío y casi cruel, inspiró una novela fascinante: No country for old men, es decir, No es país para viejos, de Cormac McCarthy, donde aparece uno de mis personajes favoritos, el psicópata Antón Chigurh.

Chigurh es un hombre “con un aire ligeramente exótico” que parece obsesionado con los vericuetos del destino, con el azar y con la indiferencia que llega con la muerte.

Chigurh puede lanzar amargas reflexiones sobre el significado de una moneda lanzada al azar, que decide el todo o nada (la vida o la muerte), mientras sopesa la existencia de algún desdichado que se cruza con su camino.

Chigurh puede observar con deleite, cuidadosamente, los últimos pensamientos de alguien al que está por matar, mientras lo interroga en un extraño diálogo socrático.

Una pregunta propia de él es la siguiente: “Si las reglas que seguías te llevaron a esto, entonces ¿de qué sirvieron tus reglas?

Es un acto de suprema crueldad: hacer evidente al desdichado próximo a morir que si todo lo que significó su vida lo llevó allí, a una muerte violenta, entonces todas las decisiones de su vida fueron equivocadas, lo que implica que vivió una vida dirigida a un destino atroz.

Pero, lo pavoroso no es el terror filosófico que brota de la cabeza de Chigurh: es la sospecha que toda muerte prematura parece el resultado de una serie de decisiones erráticas. Si es así, entonces todas las decisiones de nuestra vida pudieron ser absurdas, sin valor, meros pasos hacia un final desdichado, pues nadie sabe cuál será su destino.

Aterrador sin duda. Eso ocurre en Bizancio, en los condados polvorientos texanos de “No es país para viejos” o aquí, donde vivimos.

Dios nos evite las decisiones terribles que nos lleven a morir como una sombra andrajosa en una vejez sin canto, lo mismo que a una muerte violenta frente a un asesino con ojos brillantes y opacos a la vez, como si fueran “piedras mojadas”.

Destinos terribles, ambos.

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