La envidia es una de las emociones terribles del alma. Quizás es natural sentirla un poco, con tantos pretextos en cada paso por la vida: tanta belleza contrastando con nuestra fealdad; tanta riqueza humillando nuestra pobreza; tanta oportunidad en otros mientras sufrimos desventura nosotros; tanto éxito sexual comparado con nuestra ingrata abstinencia y muchos motivos más. Pero la punzada de la envidia debe racionalizarse, moderarse, atemperarse, pues si le damos rienda suelta lleva a lo peor, a lo más oscuro y desagradable de la especie humana, y si el origen de la envidia es ruin (una deficiencia física, real o aparente; una carencia material; un supuesto fracaso en comparación al éxito ajeno, etc.) es peor su manifestación concreta: la difamación, el rumor, el odio y hasta el daño físico a quien se envidia. Sé de algunos que se alegran de ver caer a quienes fueron sus amigos o que hacen todo lo posible por dañar a otros, que ningún mal les hacían, tan sólo por un placer íntimo y perverso. Sé de mujeres que destruyeron a otras tan sólo por percibir en ella más gracia o atractivo. El caso es que no logramos estudiar y comprender muy bien a la envidia, pero quizás ella explique muchas tragedias, tanto en la historia como en la vida cotidiana. Caifás, por ejemplo, el Sumo Sacerdote que logró del Sanedrín la condena de Jesús, me parece un envidioso que sufría al comprobar el liderazgo carismático que el otro ejercía y que parecía desafiar su autoridad. Caifás parece a la distancia el mismo demonio, enmascarado en el mando religioso y haciendo uso de él con todos los argumentos visibles de la conservación del poder. No puede olvidarse su frase «…conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación». Esta frase, de hecho, es un ejemplo clásico (por desgracia existen muchos) de un interés personal que se hace pasar por un interés social o nacional superior. ¿Cuántos de nosotros seremos como el mismo Caifás, o incluso como el demonio, lastimando las honras ajenas, alegrándonos de los fracasos de otros, destruyendo la reputación de los demás, mientras nuestra envidia se retuerce en el alma y nos condena a un abismo de condena eterna? Además la envidia se nota, se percibe con facilidad, hasta se huele. Mejor alejarnos de ella, no sea que terminemos malgastando la propia vida deseando para otros lo terrible, lo cual ya de por sí es absurdo (desperdiciar la propia luz intentando apagar otras). No olvidemos, tampoco, el castigo del que nos advierte Dante en el canto Vigésimo Tercero, donde coloca a Caifás, crucificado en el suelo, en la fosa de los hipócritas.