Somos hijos del consumo. Entre más ganamos más necesidades surgen que alimentan nuestras ansias y mantienen nuestras vidas en un anhelo irresoluble. Nada es suficiente y parecemos condenados a una eterna insatisfacción. Hasta los valores se volvieron mercancía y hoy se adquieren en forma de esas filosofías chiclosas del «buen vivir» que adornan tantos libreros. Tampoco podemos sustraernos a esa vorágine, a menos que tengamos alma de ermitaños y nos apartemos -como Diógenes- del curso de las cosas. No creo que sea el camino sobrevivir en la mendicidad. ¿Habrá algún camino alternativo? Lo ignoro, por lo pronto enviaré a las redes esta reflexión desde mi nuevo iPhone…