Mi hija estaba por arrojar un par de hielos a su bebida. Le dije que se derramaría. No me hizo caso. Quedó manchado el mantel. Le dije que se acordara de Arquímedes. Me dijo que lo conocía y añadió: “es el que salió desnudo gritando ¡Eureka!”. Cierto, pero tan festiva manifestación deja de lado lo más importante: dedujo un experimento para calcular la densidad de un objeto y su materia constitutiva al ser sumergido en agua. Otra de mis hijas, la más pequeña, afirmó que eso lo descubrió en la tina mientras se bañaba. Le dije que eso dice la tradición, pero no estamos seguros. Con Arquímedes hay más leyendas que certezas. La hija pequeña añadió que hubiera sido más fácil resolverlo todo con un vaso y unos cubitos de hielo. Le respondí que sí, pero que en Siracusa no se usaban los cubitos de hielo. No se habían inventado. Añadí, incluso, que en ninguna parte de Grecia o Europa se usaron los mentados cubitos, quizás ni siquiera en la actualidad. Es que eso del hielo en la bebida es algo muy americano: los usamos a lo largo y ancho del continente, sin importar si el clima es frío o cálido. En los países europeos son menos comunes que por este lado del mundo. Ignoro lo que sucede en otros continentes: nunca me dio por andar indagando en internet sobre los cubitos de hielo africanos, oceánicos o asiáticos. Ya lo investigaré algún día. Bien pensado son algo extraño: una figura cilíndrica, por lo general con orificios en el centro. Además, no deben ser muy saludables. Dudo que todos los cubos de hielo se preparen con la higiene recomendable y con agua libre de bacterias. Ya surgieron los cubitos eternos, de acero inoxidable, que al parecer enfrían mejor sin arruinar el sabor del líquido a ingerir. Puede ser, pero siento extraño arrojar metal a lo que estoy bebiendo. Los colimenses, antes de la refrigeración eléctrica, desconocían el hielo. Lo veían a lo lejos, en el volcán Nevado, pero pocos lo tocaron de cerca. Alguna vez leí una crónica de que en cierta época se traía hielo del Nevado para venderlo en la ciudad, pero no funcionó muy bien el negocio. Los colimenses decían que ese hielo daba neumonías. Quizás no era el hielo, sino la imprevisión de tomarlo con el cuerpo caliente, en esos horarios calcinantes de nuestra ciudad. Debió ser muy extraño ver trozos de hielo por esa época. Es algo similar a lo que narra García Márquez en Cien años de soledad, cuando los gitanos trajeron el hielo y el niño que después sería el coronel Aureliano Buendía fue a conocerlo. La fabricación de hielo también pasó al cine. Por ejemplo, en The Big Boss (el gran jefe), con Bruce Lee, el protagonista trabaja en una fábrica de hielo que encubre el contrabando de heroína. También aparece la fabricación de hielo en aquella película inspirada en las obsesiones; Fitzcarraldo, de Herzog, donde el protagonista (interpretado por Klaus Kinski) proyecta osadías tales como instalar un teatro de ópera y una fábrica de hielo en la selva del Amazonas. En fin, luego les sigo platicando. Iré por hielo para mi bebida, antes de que se caliente mi garganta. Al cabo ya se me quitó la tos.