Freud, en su artículo “Sobre la dinámica de la transferencia”, de 1912, decía que los seres humanos se oponen al modo complejo en que está plasmada la realidad, contentándose con explicaciones simples, fundadas en un único factor causal. La afirmación forma parte de la primera nota al pie de página de su artículo, pero no cabe duda que los grandes sueltan ideas maravillosas con facilidad, así sea un breve apunte para encadenar otras reflexiones.
Durante un buen rato esa afirmación, en apariencia tan sencilla, me inspiró a la reflexión. En efecto, es una necesidad humana, casi un hábito, la simplificación de la realidad para explicarla en términos sencillos. Tal hábito puede generar tranquilidad en nuestra mente, pero no deja de ser una visión estrecha frente a la riqueza de la misma realidad.
De esa forma, nos contentamos con decir: “esto es así por esto y punto” y reaccionamos con enojo, incluso con violencia, si percibimos que algún latoso intenta complicarnos la vida con explicaciones más anchas y menos estrechas que aquellas que ya aceptamos. Es como si defendiéramos nuestro derecho a simplificar al mundo, incluso a embrutecerlo, evitando su riqueza y diversidad.
Detrás de esa comodidad mental se esconden muchas de las terribles tentaciones humanas por imponer un único punto de vista, el más obvio y simple, negando validez a la opinión de los demás. Eso ocurre en materia de ciencia, religión, política y economía, pero también en territorios más cercanos a la vida de todos los días, como las disensiones en una familia, en un espacio laboral o en el aula.
Los que atacaron con vehemencia a Einstein, negando sus aportaciones y sosteniendo el dogma de Newton, son muy similares a quienes se reían de Freud al sostener el papel de la sexualidad desde la infancia y no hay una gran distancia entre ellos y el rabioso inquisidor del medioevo o el talibán de nuestros días.
Por eso, cuando veo a alguien que defiende con vehemencia una idea, un punto de vista, una doctrina, una creencia o una perspectiva, no lo juzgo como un ser de convicciones, ni siquiera como un idealista o un soberbio. Ni siquiera, en el peor de los casos, como un fanático. Para mí es, antes que todo, un flojo, un holgazán, un ser de comodidades: alguien que no quiere pensar un poco más en lo complejo de la realidad y prefiere acomodar su cabeza en una mullida pero estrecha almohada, donde nadie vendrá a molestarlo con otros puntos de vista.
Con esa percepción sobre la holgazanería mental y las máscaras que adopta, es menos agobiante intentar comprender los empecinamientos de los ortodoxos, las insistencias de los obsesivos, los viscerales odios de los fanáticos, la rabia de los intolerantes y hasta los macabros delirios de los fundamentalistas (ésos que quisieran destruir al mundo con tal de lograr el ansiado triunfo de su retorcida fe). No existen complejidades al respecto. Son pura flojera y nada más.
Pero, ahora que lo pienso, quizás yo mismo me estoy volviendo flojo para pensar y trato de juzgar a los necios sólo por su flojera, siendo que quizás pueda explicarse su comportamiento desde otras perspectivas. Podría ser, pero me da mucha flojera pensarlos de forma distinta.
Freud tiene razón después de todo. Vayamos a flojear y olvidemos este texto.