Vi un programa en el canal Theater Discovery sobre Orlando, un niño de la etnia yanomami, nativa de la selva amazónica venezolana. Casi jugando, Orlando se adentró en la espesura en compañía de otro niño y una niña. Allí la pequeña pandilla localizó, atrapó, inmovilizó y mató a unas tarántulas Goliat, monstruos del tamaño de un plato. Son tarántulas de mordedura dolorosa y peligrosa, pero dominarlas fue algo fácil: un juego de niños, claro. Después las asaron en un improvisado fuego, como si fueran bombones y las devoraron con apetito. Orlando dijo que son deliciosas. No lo sé, tampoco deseo probarlas, pero al ver actuar a esos simpáticos niños confirmo que el ser humano es la especie más peligrosa sobre la Tierra. Orlando tiene, como sus amigos, muy pocos años y una frágil apariencia. No poseen largos colmillos, ni gran fuerza, ni afiladas garras. Vaya, ni siquiera unos sentidos muy finos. Lo que sí tienen es una cabeza con muchos centímetros cúbicos y una increíble capacidad de adaptación y supervivencia. Descienden de aquel puñado de homínidos que un día bajaron de los árboles, caminaron erguidos y se dispersaron por el mundo, desafiando todos los climas e imponiéndose, en sucesivas batallas, a todos los peligros, a todos los depredadores, a todos los insectos. Es una especie que no se ve muy impresionante, pero sojuzga hasta las más peligrosas. Pobres tarántulas Goliat, reinas de los insectos. Se enfrentaron a milenios de cuidadosa evolución que las convirtieron en fácil bocadillo de unos niños. Su temible apariencia no evita que unos pequeños homínidos las consideren simples golosinas. Deberían intentar un sabor más amargo: ser más repulsivas y menos apetitosas. Quizás en algunos milenios lo consigan. Mientras tanto Orlando y sus amigos no tienen prisa. Las seguirán devorando con apetito y travesura