El dimorfismo sexual, es decir, la diferencia anatómica entre machos y hembras, explica muchas conductas entre los animales. Un marcado dimorfismo indica que los machos dominantes lucharán por el derecho a reproducirse, surgirá un líder o macho alfa y se formarán los fenómenos del «harén» animal, como ocurre con los gorilas. Un dimorfismo ligero, casi nulo, será favorable a relaciones monógamas y estables entre las parejas, como les ocurre a muchas aves. El dimorfismo es una clave de los arqueólogos y antropólogos para identificar posibles antepasados homínidos en la ruta de la evolución hacia los Homo sapiens o seres humanos. A mayor dimorfismo identificado entre los restos, será más primitivo el espécimen localizado. Al contrario, a menor dimorfismo podremos hablar de un camino evolutivo más cercano a nuestra propia especie, como ocurre con los Homo erectus, los Homo heidebergensis, los Homo neanderthalensis, y por supuesto, los Homo sapiens. En efecto, somos una especie de dimorfismo atenuado, pero aún visible. Existen pocas diferencias radicales entre mujeres y hombres, pero las diferencias se mantienen (por fortuna). El dimorfismo, aún atenuado, explica que subsistan ciertas tendencias competitivas entre los machos de la especie y conductas de harén en algunas culturas. Incluso, el tenaz dimorfismo puede explicar los intentos de control sexual y el acoso en las instituciones, fenómenos que intentamos combatir y erradicar hasta la fecha. Pero ese dimorfismo atemperado también nos permite establecer relaciones monógamas, sin que el tamaño, la complexión o la fuerza corporal de los varones resulte una condición. Todo depende de la voluntad, el deseo y la propia cultura. A final de cuentas, el ser humano puede elegir su propio camino y todo se reduce al libre albedrío: sea la sensatez, sea el despilfarro. Pero el dimorfismo adquiere extraños rumbos entre la especie humana. Una vez circulé arriba de un taxi por la Avenida Insurgentes de la Ciudad de México. Ya era muy noche y las libélulas nocturnas deambulaban por las esquinas. El taxista me dijo: «si notas una mujer escultural es que en realidad no es mujer: es un travesti. Las mujeres son más naturales y menos llamativas». En efecto, el pedagógico taxista me fue indicando durante el trayecto, con mirada de águila, cuál era mujer y cuál hombre travestido. La clave eran las manos, pues «aún no se inventa algo que sustituya las grandes y toscas manos de los varones por las suaves manos femeninas». Ni hablar, eso del dimorfismo es algo complicado en nuestra era. Algún arqueólogo del futuro tendrá que conseguir a un taxista que le explique cómo son en verdad las cosas…