Mi padre era ingeniero y maestro universitario, pero su naturaleza íntima era de cazador. Decía que cazar una presa le ayudaba a vivir. Yo no lo entendí hasta leer, años después, el Adriano de Marguerite Yourcenar: «el justo combate entre la inteligencia humana y la sagacidad de las fieras parecía extrañamente leal comparado con las emboscadas de los hombres (…) ¿Quién sabe? Si he ahorrado mucha sangre humana, quizás sea porque derramé la de tantas fieras, que a veces, secretamente, prefería a los hombres». Esos párrafos me ayudaron a comprender esos días y noches en que mi padre se perdía en los cerros, para volver con carne de venado que regaba con tuxca y devoraba con placer. Pero no sólo regresaba con despojos de la montaña: también con historias para contar, a medio camino entre la realidad y el ensueño, como todo buen cazador. Historias que a veces me revelaba por las noches: el ciervo encantado, los ojos de Santa Lucía, la cueva del Campanario, la lumbre del Riego de las Moras, el borrego de la Isla Socorro y otras más que debí anotar en su momento. Pero no sólo cazaba. También gustaba de hurgar en las hendiduras de los montes buscando tesoros escondidos, aventuras a las que a veces me dejaba acompañarlo. Era un experto en viejas historias de cristeros y de las cuevas que usaban para resguardar los frutos de su rapiña. Si, para mi padre y mi abuelo los cristeros eran los bandidos, los que arrebataban ganado y a los que había que rechazar a balazos, así gritaran vivas a Cristo Rey. Quizás por eso en mi familia somos, como decía mi tía Elisa, «descreídos», tendencia que se mantiene (un tanto suavizada, por suerte) en los descendientes. El caso es que me enseñó a disparar y atinarle a las cosas. Uno de sus mayores placeres fue confirmar que no me daban miedo las armas y que lograba presas en movimiento. Pero luego se endurecieron las leyes y crecieron las prohibiciones, lo que ahora celebro, y los cazadores, entre ellos mi padre, colgaron por allí los rifles y se olvidaron poco a poco de los cerros. Solo quedaron las historias que se repetían, aderezadas, en las noches de añoranza. Un día mi padre murió. Quizás fue un poco antes de tiempo, pero tampoco demasiado pronto. Se fue luchando, como era su naturaleza, pero sin amarguras y con las tareas concluidas. Me sentí muy triste durante algunos meses, pero luego seguí en mis propios dilemas. Durante algún tiempo no supe de mi padre. Ni siquiera lo soñé. Dejó todo tan en orden que se fue sin pendiente alguno, así que no me preocupé por eso. Aún así tuve noticias de él. Me encontré con una pariente, cuyo padre, un poco mayor pero más longevo que el mío, fue de sus habituales compañeros de cacería. El señor acababa de morir y di el pésame. La pariente me platicó que, un poco antes de morir, el señor soñó con mi padre. Se lo contó a su hija al día siguiente. Le dijo: «llegó por mí Rubén, traía su rifle y me regañó por andar mortificado por mi enfermedad, que no tuviera miedo, que nos iríamos de cacería al día siguiente, que allí había mucho venado». El señor añadió: «ahora sí me voy a morir». Así fue, pero su despedida fue sosegada. Me alegró lo que me contó aquella pariente. Gracias a eso supe de mi padre y que estaba bien. No puede andar en mal lugar si sigue de cazador, persiguiendo venados por algunos cerros. Trataré de no perder la puntería para cuando vuelva a verlo.