Unos ibis escarlata (también llamados corocoros o garzas rojas) volaron de aquel pantano. Un espectáculo fascinante. Aves coloradas que se agitan al unísono, provistas de esa extraña cualidad que sólo poseen los seres de cardumen y parvada: la sincronía, ese desplazamiento irreflexivo y veloz, incluso extravagante, pero siempre efectivo. Volaron -decía- y dejaron al volar una estela de rojo fascinante, como una bufanda carmesí agitada por el viento. Un escándalo. Parece algo absurdo, pues ¿qué acaso no temen ser casi llamarada entre el líquido ocre y la verde espesura? Sé que las especies sin grandes garras o colmillos eligen pasar inadvertidas. Los Ibis no, nada les preocupa, sólo trastornar con su color el humedal de Venezuela. Dicen los que saben que esa chispeante tonalidad sucede por el alto consumo de crustáceos, en especial cangrejos violinistas, los de tenaza guerrera (arma rígida que, dicho sea de paso, frente al ibis sirve de muy poco). El caso es que ya me dio temor. Evitaré todo crustáceo, no sea que me vuelva más rojizo que esos insensatos y vaya que soy de tez colorada. Yo sí temo al insólito plumaje y prefiero pasar inadvertido.