El naranjo de la esquina

Fecha: 5 de mayo de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

De un tiempo a esta parte veo arrugados, lentos y distraídos a quienes conocí de niño. Ellos eran mayores, llevaban libros y libretas bajo el brazo y unos cuantos adoptaban poses de galán. Pero eso ya pasó. Se hicieron viejos los pobres. Es algo preocupante, porque sólo me llevaban unos cuantos años y yo sigo en la fila, pero… ¿qué se puede hacer? Solo esperar el momento y pasar con gallardía, por lo menos dentro de lo razonable. El otro día saludé a uno de ellos. Me preguntó si yo era aquel chiquillo que deambulaba curioso mientras él besaba a su novia, una vecina mía de largos cabellos llamada Yolanda, bajo el naranjo de la esquina. Recordé aquellas escenas, en especial una pues aquella tarde Yolanda se veía magnífica y el naranjo estaba cuajado de azahares. Él intentaba abrazarla y ella lo eludía con una risita a punto de la carcajada. Por alguna extraña razón ese recuerdo está ligado, además de los azahares, a una melodía, «Necesito de alguien como tú», de una cantante que ya no se menciona: Ángela Carrasco. Quizás la escuché de la radio al pasar mientras los veía riendo y abrazándose al pie de aquel árbol rebosante de flores blancas. Pero contuve los recuerdos pues mi interlocutor esperaba y le respondí que sí, que yo era ese niño. Me vio con curiosidad y comentó que había cambiado mucho, que casi no me reconocía. «Quizás no se ve a sí mismo», pensé. Quizás nunca podemos vernos a nosotros mismos y el tiempo se nos queda congelado por dentro mientras por fuera nos desgaja. No quise contradecirlo. Tampoco le pregunté sobre su vida después de Yolanda, pues hay historias que no terminan como deben y la de él, a simple vista, no se veía muy bien llevada. Platicamos un poco de esto y de aquello, sin mucho interés. Antes de despedirse me preguntó por Yolanda. Yo sabia de ella, claro. Un día se despidió de él y eligió otros caminos, quizás mejores, que algún día les contaré, pero no se los pude platicar al hombre que me miraba. Mentí. Le dije que dejé de ver a Yolanda y que no sabía nada de ella. Asintió. Me dijo que tenía un grato recuerdo de ella y de ese barrio. Le dije que yo también. Nos despedimos. Se fue caminando con la tristeza amarrada a los pies. Ni siquiera quise comentarle que ese barrio ya no es lo que fue, que aquel naranjo se secó hace mucho, que ya no brotan los azahares en esa esquina y que se fueron los días felices y despreocupados, como aquellos cuando de niño veía feliz y radiante a Yolanda, antes de que dejara secos tantos sueños en el hombre que se despedía.

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