Debió ser a los dos o quizás a los tres años, un poco antes o un poco después. El caso es que alguien me peinaba. Debió ser mi madre, pero recuerdo muchas voces y muchos movimientos femeninos. Quizás mis tías. Me encontraba sentado, quizás recién bañado, en la cama de Micaela, mi abuela, así que debió ser en su casa, en el Barrio de La Salud de Colima. De repente alguien abrió la puerta del ropero de madera y apareció la imagen de un niño. Era un espejo colocado en una de las puertas del ropero, pero en ese momento no lo sabía o no recuerdo haberlo entendido con claridad. Me quedé viendo la imagen de aquel niño que alguien peinaba, cuando de pronto entendí que la mano que peinaba al niño era la misma que tocaba mi cabeza. Fue cuando supe que esa imagen era un reflejo y que el niño que veía era yo. Me vi con cuidado. Revisé la pelo, la cara, la ropa que traía, los pequeños zapatos, incluso los calcetines de rombos. No me gustaba mucho ese niño pero yo lo era. Hasta ese momento no tenía plena conciencia de mi, sólo estaba allí. Fue en ese momento en que supe de lo que yo era, un niño, y que yo era ese niño que me miraba. Quizás estamos tan acostumbrados a eso, tan obvio, que se olvida que en algún momento fue necesario un esfuerzo de comprensión para saber que esa imagen que percibimos en un espejo somos nosotros. Lo cierto es que ese momento fue algo importante, pues lo recuerdo con claridad y no se recuerdan muchas cosas de esa edad. Es como si todo estuviera cubierto por niebla, algo sombrío desde lo que brotan destellos, no muchos, sólo los asociados a un momento extraordinario. Pero nosotros somos afortunados por vivir esos momentos a una edad temprana. Incluso por recordarlos. En la novela Gringo Viejo, de Carlos Fuentes, los espejos representan el contacto con la verdadera identidad, como si fueran la oportunidad para recobrar el verdadero rostro. Todos los personajes experimentan algo distinto frente a su reflejo y la tropa revolucionaria no es la excepción: aquellos peones sublevados no conocían su imagen, no sabían cómo se veían, no entendían como los veían los demás. Tomar el poder por asalto es descubrir los espejos donde sólo los patrones podían mirarse. Sí, reconocer nuestra imagen es un derecho en el que poco reflexionamos, No aparece en ningún catálogo, en ninguna declaración, en ningún programa revolucionario, pero reconocerse en un espejo es algo vital para construir nuestra identidad frente a los otros. Sigo pensando en eso mientras veo mi rostro y recuerdo lo que el espejo me dijo aquella tarde en casa de mi abuela.