Salí de la oficina con ganas de llegar pronto a mi casa y darme un baño, pero a medio camino llamó mi hija pidiendo, de ser posible, una hamburguesa. Le hice caso. Llegué a un solitario local y pedí para llevar. Mientras esperaba saqué un libro. Apenas me concentraba cuando un ruido llamó mi atención. Una joven mujer, quizás de unos veinte o un poco más, gritaba desde la calle. La miré. Apenas lo hice me dirigió sus barbaridades. Sus gritos eran una combinación de ofensas, desafíos e invitaciones a los golpes. Nunca me había pasado algo así. Claro, me han agredido muchas veces y siempre salgo -a Dios y mis brazos gracias- bien librado, pero mujeres por la calle y sin pretexto nunca. Me dediqué a estudiar a la susodicha mientras seguía retándome a los golpes. No podría decir aquí todo lo que me dijo, pero digamos que abundó en algunas variantes del vocabulario menos jovial que pueda imaginarse. En algún momento se acercó a mi vehículo y amenazó con patearlo, pero juzgué que no valía la pena levantarme y llamar a la policía, pues aunque la actitud era agresiva en realidad contenía los movimientos, con si fanfarroneara. Solo quería provocarme, pues. De hecho pasó algo muy curioso. Quiso abrir la puerta de mi vehículo y yo lo había dejado sin seguro, así que la abrió sin problemas, pero pareció asustarse y la volvió a cerrar despacio. En cuanto lo hizo siguió arrojando maldiciones. Desde lejos oprimí la alarma para poner el seguro y entonces pareció molestarse más. Gritaba «¿me tienes miedo?, ¿me tienes miedo?». Yo preferí seguir mirándola. Me intrigaba. No sabría decir si estaba loca o alterada por alguna droga. Quizás solo pasaba por un mal momento. Claro, eso no da el derecho a salir a desquitarse con el mundo, pero sucede. Las señoras que atendían el local miraron un par de veces a la muchacha que gritaba, pero luego siguieron en lo suyo, como si nada estuviera pasando. De repente llegó otro vehículo con dos personas, sin duda clientes que llegaban por su hamburguesa. La joven dirigió su atención hacia ellos. Comenzó a maldecirlos y hasta sacudió un poco el coche desde la parte de atrás, mientras se estacionaban. Los del vehículo decidieron que no era el momento para bajarse y dieron reversa. Mientras se alejaban alguien sentado en el lugar del copiloto me saludó. Respondí al saludo con la mano, pero no pude distinguir su rostro. En fin. La muchacha se sintió envalentonada: «me tuvieron miedo», «me tuvieron miedo», gritaba. Al fin pareció hartarse y caminó alejándose. Mientras caminaba seguía gritando y volteaba de vez en vez para dirigirme muecas furiosas. Llegaron mis hamburguesas. Pagué y salí. Al subirme al coche vi de reojo que la mujer se acercaba de nuevo. Entonces me puse de pie para enfrentarla. Digo, por más paciencia que se posea es preferible esperar de pie, por si se hace necesario. Pero no se acercó, por fortuna. Prefirió seguir gritando desde lejos. Volví a subir y fui a llevarle de cenar a mi hija. Un rato después recibí el mensaje de una amiga, Laura B. García. Decía: «Amigo, ¿no le llamaste al escuadrón SWAT para que te rescatara de esa loca?». Era la persona que me había saludado desde el otro coche y que no logré reconocer. Le dije que no fue necesario y me despedí de ella. En fin. Cuando me acosté me puse a pensar en lo que pasaría si todos los que tenemos un mal momento saliéramos a darle su merecido al mundo. Luego pensé que en realidad es así. Lo he visto muchas veces: jefes que maltratan a sus empleados en desquite por sus problemas personales; compañeros que intrigan para satisfacer sus maltratados egos; personas que se enmascaran en las redes sociales para difamar a placer a los que parecen odiar; supuestos amigos que acumulan odio por alguna extraña razón; personas rencorosas que quieren que el mundo, su pareja o sus vecinos paguen por su impotencia acumulada. Viéndolo así, lo menos grave es salir a gritarle a alguien en la calle, sobre todo si es alguien paciente como yo. Quizás un día me alquile como sparring para esos momentos desesperados.