El peloteo

Fecha: 22 de julio de 2015 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Cursé del primero al quinto año de primaria en la escuela Ignacio Manuel Altamirano y el sexto en la Salvador Allende, ambas de la ciudad de Colima. La Altamirano, situada al fondo del Jardín de San Francisco es un lugar propicio para el juego. La otra, la Allende, es pequeña y convive con muchas viviendas a sus costados. Quizás por eso, a pesar de sus altos muros, siempre cometíamos el error de hacer volar las pelotas cuando jugábamos fútbol en el recreo o al término de las clases. Esas pelotas eran irrecuperables. Los vecinos estaban tan molestos por ese peloteo constante en sus patios interiores que se negaban a devolverlas, quizás suponiendo que así, poco a poco, agotarían las municiones de los enfadosos escolares. Había una vivienda en especial donde caían de forma constante las pelotas y nosotros sabíamos que cada obús de plástico caído por allí seria cosa perdida. El señor de la casa era gruñón, así que no valía la pena ni el esfuerzo de pedirla. Aún así yo lo intentaba con el apoyo de mis compañeros. Solían acompañarme hasta la puerta y luego huían para dejarme sólo. Yo me hacia el valiente, tocaba a la puerta y cuando aparecía el ceñudo vecino intentaba recuperar la pelota. Siempre me decía que no, que dejara de molestarlo. Yo me sentía muy enojado con ese señor. Dos pelotas mías se perdieron para siempre a pesar de mis ruegos y yo me juré, desde aquellos años, que jamás dejaría una pelota sin devolver si tenía la oportunidad. Todo esto vino a mi mente mientras leía un libro en el jardín trasero de la casa donde vivo. Estaba por allí entretenido en la lectura cuando cayó una pelota. Rebotó un poco en el pasto y se acurrucó entre mis pies. Me levanté, la sostuve un momento (pues es muy placentero sentir entre las manos una pelota) y la devolví al lado, exactamente desde donde había surgido. La barda trasera de la casa es un poco alta, así que imagine que algún niño la habría pateado con fuerza, aunque no escuchaba ruidos infantiles. Escuché que rebotaba de aquel lado y volví a mi lectura. Para mi sorpresa, apenas estaba sentándome cuando regresó la pelota. Volví a levantarme y la lancé otra vez. De nuevo escuché el sonido del rebote. Esperé un momento de pie y, tal como lo adiviné, la pelota regresó. Volví a lanzarla y regreso de nuevo, lo cual se repitió por un buen rato. Llegó el momento en que aquel asunto ya parecía un juego de voleibol, aunque jugado con cierta torpeza, pues no soy muy rápido de manos y el adversario al otro lado de la barda también se retrasaba un poco. En una de esas escaramuzas la pelota no regresó. Me quedé esperando y volví a mi lectura, aunque había sudado tanto que me sentía incómodo. Pensé en darme un baño. Cerré el libro y apenas me dirigía hacia adentro cuando la pelota volvió a caer. Tenía mucha flojera de regresar al mismo juego pero algo me hizo recordar aquella promesa infantil, así que me hice el ánimo y volví a lanzar la pelota. Esperé un reto y nada. Le pelota seguía del otro lado de la barda. Me atreví a decir algo en voz alta: «Ya no avienten la pelota por favor, pues me voy a bañar y se quedará mucho rato por aquí». Silencio al otro lado. Ninguna respuesta. Fui a bañarme y regresé al jardín un hora después. La pelota no estaba allí. Esperé un buen rato pero la pelota siguió sin aparecer. De eso hace muchos días, quizás semanas. Cada vez que amanece salgo al jardín para revisar si la pelota está por allí y el asunto me hace sentir un poco desilusionado. Espero que regrese algún día. No quiero perder la oportunidad para devolver cualquier pelota que caiga de mi lado.

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