Leyendo un texto sobre Spinoza («La política de las pasiones», de Gregorio Kaminsky) advierto que fue un pionero de las experiencias iniciales y su proyección hacia las actitudes adultas. Esas experiencias infantiles son responsables de mirar al mundo de una forma maniquea (todo es reductible al bien y el mal, sin términos medios). De esa forma, los fantasmas, miedos y monstruos del niño o la niña, pero también sus ejemplos luminosos se convierten, en la vida adulta, en odios al adversario real o imaginario, en fe irracional por los personajes providenciales, en dependencia o rechazo hacia figuras de autoridad, en temor hacia ciertas personalidades y amor ilógico por otras.
Esto se comprueba con mucha facilidad si observamos algunos debates de nuestros días. A veces encontramos una notable fascinación por ciertos políticos o funcionarios, que son imaginados casi como deidades y cuyos peores defectos son fácilmente subestimados o disculpados. Cuando aparece alguien contradiciendo a ese objeto de adoración surge una respuesta muy cercana a la violencia.
Por otra parte, abundan los odios hacia otros políticos o funcionarios, a los que se mira casi como la encarnación del mal. No es necesario mucho seso para darnos cuenta que ese juego de odio y amor es producto de la mente, no del propio político, que tiene la misma suma de defectos y virtudes que otros de su tipo.
La psicología, en especial el psicoanálisis, nos ofrece una explicación para estos fenómenos. La transferencia (concepto freudiano aplicado en especial a la relación entre el paciente y el analista) nos dice que la mente revive ciertas experiencias lejanas al interactuar con alguien en el presente. Las relaciones con las figuras parentales y maternales, por ejemplo, dejan marcas en el inconsciente que se proyectan en encuentros futuros y tienden a determinar muchas de nuestras actitudes.
A veces alguien nos cae mal o bien desde el primer encuentro. Otras veces miramos con recelo -incluso odio- a cierta figura pública o, al contrario, experimentamos por otra una admiración que a veces raya en el arrobamiento. No son raras las expresiones de odio/amor, pasión/aversión, deseo/repugnancia por unas figuras u otras.
En verdad expresamos mucho de lo que somos y lo que vivimos en nuestra infancia (lo que fuimos) cuando asumimos una cierta actitud política, cuando rechazamos a todo un género (las mujeres que parecen odiar a todos los hombres o los hombres que parecen menospreciar a todas las mujeres), o cuando discutimos hasta la mínima recomendación que alguien se atreve a ofrecernos.
Vaya, hasta una fotografía, una pintura, un poema, una novela o cualquier cosa puede ser objeto de enconados debates, que asumimos con la carga de temores y alegrías que brotan de la fuente lejana de nuestra propia infancia o de nuestras más íntimas experiencias formativas.