Una vez sentí el vacío, ese lugar donde se suspende el instante y que tanto le fascinaba a Einstein en sus experimentos mentales. Salimos de la escuela primaria Ignacio Manuel Altamirano, al lado del jardín de San Francisco. Éramos unos cinco entre niñas y niños, muy pequeños, quizás de tercero. Todos a caminar, atravesar el jardín y esperar del lado de la Avenida de los Maestros a que nuestros padres nos acompañaran a cruzar. Pero el camino era una aventura. El jardín era inmenso en esos años (así lo sentía) y había un reto pendiente: arrojarse desde los arcos del viejo templo hasta el suelo. Hoy lo miro y no parece un salto extraordinario, pero a esa edad lo era. Varias veces me quedé en el intento sin lograrlo, pero ese día había niñas allí y no podía pasar por cobarde. Llegué al borde, la pandilla esperaba abajo, dejé de pensar y me arrojé. Fue una emoción que aún conservo. Sentí que flotaba y mi cabeza se llenaba de aire, como si miles de burbujas se agitaran dentro y rebotaran con mi cráneo. Fue algo efímero, quizás una fracción de segundo, pero yo lo percibí distinto, como si en algún momento el tiempo se detuviera y yo flotara entre la nada. Muchos años después alguien me explicó que el tiempo que marcan los relojes es distinto al tiempo que registra nuestra mente. Lo entendí a la perfección por aquel salto en mi niñez. Aún hoy, a pesar de las muchas vivencias acumuladas, intento revivir esa emoción donde el salto logra que todo se detenga, como si la mente oscilara en un lugar sin tiempo mientras el cuerpo se precipita al suelo, reclamado por una fuerza que apenas comprendemos. Los colimenses amamos arrojarnos por la Piedra Lisa y atribuimos a esa pétrea resbaladilla el poder del retorno o el arraigo a nuestra tierra. Para mi, el salto de los arcos de San Francisco es algo más: ese brinco posee la clave para contener –como esa añosa muralla franciscana– el tiempo.