Hace algunos años, cuando aún se usaban las videocaseteras VHS, le puse a mi hija mayor, entonces chiquita, la película El Libro de la Selva. Mi hermana Ana Isabel se sentó a verla con nosotros. Al final confirmamos que nuestro personaje favorito era Baloo, el oso. De hecho, era una delicia (todavía lo es) escucharlo cantar con la voz de Germán Valdés, Tin Tán. Mi hermana dijo algo que se me quedó grabado: «Ese oso se lleva la película». La expresión me pareció graciosa en ese momento, sin dejar de reconocer su acierto. Se utiliza para señalar al personaje que, aún sin ser el protagónico, arrebata la película, la serie o incluso la pieza teatral al resto del elenco. El sentido de la expresión no es extraño para las academias cinematográficas, la de Hollywood por ejemplo, que consideran premios a los actores de reparto y no sólo a los principales. El caso es que algunos actores o algunas actrices logran dominar la pantalla e imponerse, aún cuando sus papeles se vean poco impactantes en el guión original. Es una proeza, pero también un golpe de suerte. Pueden mencionarse muchos ejemplos al respecto, pero es raro considerar con tales méritos a los personajes diseñados para lo que se llamaba, hasta hace pocos años, «dibujos animados». El caso es que el oso mañoso Baloo se impuso en aquella lejana película. Recordé la expresión ayer que llevé a mis hijas a disfrutar Buscando a Dory, segunda parte de la histórica Buscando a Nemo. Parece increíble pero el fenómeno surge de nuevo: el que se lleva la película no es Dory, la protagónica, ni Marlin o el mismísimo Nemo (que aquí se muestra un poco desdibujado), sino Hank el pulpo rojo, un personaje fascinante lleno de altibajos emocionales, habilidoso, camaleónico y valiente en los momentos decisivos. Por supuesto, Hank no realiza un esfuerzo especial de interpretación, como no lo hizo Baloo, porque es un diseño animado, en este caso con las técnicas Pixar de animación 3D por computadora, pero no cabe duda que se impone frente al resto del «elenco». Alguien dirá que tal fue la intención de guionistas, animadores, diseñadores y productores, pero yo prefiero pensar otra cosa: el poder de la creación (literaria primero y cinematográfica después) es tan extraño que surgen productos con una personalidad propia: aparecen seres dotados de su propio espíritu y siguiendo sus propios derroteros. Los escritores de novelas o cuentos, así como los dramaturgos y los guionistas, lo saben muy bien. Es un fenómeno que forma parte del oficio: algunos personajes resultan tan sólidos y fuertes que parecen «descubiertos», no «creados», como si sólo aguardaran a ser revelados para cobrar vida. Dicen que así le ocurrió a Shakespeare con el famoso Falstaff, una figura secundaria que se volvió inolvidable y sigue motivando apuntes críticos, como los de Harold Bloom (que lo idolatra y lo considera un elemento esencial de la reinvención literaria de lo humano). Es como si el escultor lograra extraer una figura preexistente del mármol (algo que los propios escultores aseguran que ocurre), en lugar de concebirla desde la propia creatividad. Nos acercamos así a un viejo enigma: ¿se crean los personajes o ya están allí y sólo se descubren?, ¿existe el «creador» o sólo es un explorador que descubre al personaje, como si se tratara de un biólogo encontrando una especie novedosa para la ciencia, o un arqueólogo revelando un ídolo entre el barro de los siglos? Extraño poder el de la creación: algunos productos de la imaginación, como el oso Baloo y el pulpo Hank, se llevan la historia con ellos. Por algo será.