Apenas cumplen un par de días los polluelos de la barnacia cariblanca —ave de la familia de los patos y los gansos, que anida en altos peñascos— cuando ya deben enfrentar el mayor reto de sus vidas: deben arrojarse al vacío para llegar a las tierras bajas, donde hay pastos y podrán alimentarse. Es dramático verlos caer desde tan alto. Es una altura que acumula decenas y hasta de cientos de veces su tamaño. La caída es aterradora por algo más: es un risco de piedras afiladas, lleno de salientes que los hacen rebotar y de hendiduras calizas que los podrían atrapar y perder para siempre. De la camada de cuatro o cinco polluelos sobreviven dos, con suerte tres. A veces ninguno. Es una prueba demasiado dura para un recién nacido. Los salva su peso ligero y su plumaje acolchado, además de un instinto que les hace expandir sus minúsculas y malformadas alas, insuficientes para volar o planear, pero que al menos contienen algo de la velocidad en esa vertiginosa caída. Aún así los impactos son pavorosos. Los pequeños emplumados rebotan, pierden la cabeza o se destrozan. Lo increíble es que algunos sobreviven, se enderezan y logran seguir a sus progenitores hasta los pastos, donde iniciarán otros retos por la vida.
Pero lo dramático no termina allí: algunos polluelos son tan desafortunados que, al llegar al suelo, los espera algún depredador, como el zorro nórdico, que los devora sin piedad. Arrojarse, caer, y sobrevivir maltrecho para ser engullido por colmillos salvajes… ¿Vale la pena nacer para morir así?
Se dice que ese salto es una prueba inicial de la naturaleza para ejercer una forma de selección natural, pero es algo dudoso, a menos que esa selección implique a la Fortuna, pues no sobreviven los más aptos, ni los más fuertes, sólo los más suertudos, es decir, aquéllos que el azar permitió evitar las rocas más hirientes y que encontraron el suelo sin depredadores a la vista.
A veces me siento como ellos: arrojado al vacío y cayendo a lugares inciertos, donde espera la supervivencia o una muerte injusta y angustiosa. No soy un recién nacido, claro, pero hay cierta analogía en todo esto que me resulta inquietante. Quizás se trate del permanente dilema entre la comodidad y la audacia, entre las ganas de una vida sosegada y la vocación por el riesgo.
Quizás deberíamos abstenernos de vivir algunas cosas para evitar el dolor de la caída que vendrá después, pero es inevitable hacerlo. Quedarse allí, en ese confortable lugar donde se nace o donde se está, es una condena a la inanición. No queda sino arrojarse, sabiendo que quienes sobreviven al salto no son los más dotados, sino los más afortunados.
Sólo al llegar al suelo sabremos qué tan afortunados somos. Mientras tanto lo único que tenemos es la caída.