Después de una lucha que se prolongó por décadas, el clan de los corleoneses (originarios del pueblo de Corleone, famoso por el ciclo de películas de El Padrino) tomó el control de la mafia siciliana. Su líder fue un despiadado personaje llamado Salvatore Riina, apodado Totó, un apodo que suena propio de un chiste, quizás porque recuerda al inspector Clouseau y su atolondrado ayudante.
Riina organizó los homicidios de los líderes de las “familias” rivales, pero también de funcionarios judiciales, fiscales y policías, incluyendo al general Carlo Alberto Dalla Chiesa y al famoso criminalista y juez, Giovanni Falcone, el promotor del llamado “maxi proceso” contra la mafia. Aún hoy, la lectura de los ensayos y apuntes de Falcone se leen con esmero por los estudiosos del crimen organizado y existe una película dedicada a su memoria, con las excelentes actuaciones de Chazz Palminteri y F. Murray Abraham.
Como es lógico, el accionar criminal de Riina tenía por objeto el dinero y el poder. Tan sólo en el momento de su arresto final se le confiscaron 125 millones de dólares en bienes, lo que se supone era una fracción de su fortuna personal. Sin embargo, en sus años de poderío vivía de una forma modesta, en un pequeño apartamento de Palermo. Se trasladaba en un vehículo poco llamativo, tenía la expresión de un anciano triste y vestía como si fuera un humilde trabajador administrativo de una empresa. Era el disfraz perfecto para un hombre de poder acosado por enemigos desde todos los flancos, dentro y fuera de la ley.
La vida de Riina puede compararse con la de Pablo Escobar que, en sus últimos años, mientras sostenía una desesperada lucha contra todos (el gobierno colombiano, el “grupo de búsqueda”, las agencias extranjeras, los paramilitares, las familias traficantes rivales y mucho más), tenía que vivir una existencia clandestina en pequeñas casas de seguridad de Medellín. Su cuerpo, al final, acusaba los años de extrema tensión: sobrepeso, un rostro fatigado, una barba crecida para disimular su identidad. Fue asesinado mientras huía descalzo y mal vestido por los tejados de la casa donde se refugió por última vez.
Todos los días nos enteramos de historias similares: narcos aparentemente poderosos que llevan una vida miserable, a salto de mata, huyendo de la captura o la muerte. Cuando les va bien, se mantienen en la oscuridad, al interior de ranchos convertidos en madrigueras, de donde nunca salen porque saben que tienen una diana pintada en sus espaldas.
Entonces, ¿cuál es el propósito de una vida de crímenes atroces?
La elección criminal parece luminosa sólo al principio. Es en realidad una parábola: un subir (y eso a veces) que se sucede por una caída pronunciada, viviendo una vida lastimosa, clandestina, desesperada. Por no hablar de la caída final: una muerte violenta o un mirar el tiempo pasar en medio de cuatro paredes.
Aquí es obligado recordar aquellas sabias palabras de Jesús: “los que tomen la espada, a espada perecerán” o “los que a hierro matan, a hierro mueren” (hay muchas versiones de acuerdo con la Biblia que se consulte).
La vida da muchos ejemplos de que tales palabras poseen la verdad.