Mi jardinero de confianza es también un poeta amargo que aún no es reconocido. Cuando me ayudó a sembrar unas bellas bugambilias (o buganvilias) en mi jardín me advirtió con claridad: “a esta planta no debe darle de beber a diario, al contrario, debe castigársele con el agua. Así es ella, como algunas mujeres, si se le da mucho no florea. Se ve más bella en la adversidad”.
Mejor no me hubiera dicho eso. Ahora siento una sed espantosa cuando veo esas coloridas bugambilias, tan floreadas, en la vía pública o en las carreteras. Pero es cierto: hay plantas que florecen (como la bugambilia) o que dan fruto (como la vid) cuando sienten que pueden morir. La sequía es una advertencia lógica del final y entonces florecen o dan fruto (con semilla) con la esperanza de multiplicarse, es decir, de no morir en vano.
En mi jardín tengo dos bugambilias y no puedo soportar que sientan sed. Les doy riego a diario y, en efecto, casi no dan flor. Se sostienen como dos arbustos de un verde brillante. De hecho, cuando las veo florear me angustio en lugar de alegrarme y de inmediato me doy cuenta de que les hace falta más agua.
Debo ser un mal jardinero, como de seguro sería un mal vinicultor. Hay plantas que el ser humano aprendió a domesticar como a los animales bravos, con el castigo, pero eso no me da orgullo. Prefiero regarlas y saber que, si bien no se ven tan bellas, tampoco son plantas infelices y a punto de morir.
Por mi que no florezcan las ingratas o que arrojen flor cuando les de la gana, por abundancia y no por sed.
Y a todo esto recordé ayer en la noche, mientras regaba mis bugambilias, un poema de Dolores Castro:
Quiero decir ahora
que yo amo la vida:
que si me voy sin flor,
que si no he dado fruto en la sequía,
no es por falta de amor.
Quizás eso contarán algún día mis bugambilias. Así sea.