La forma grotesca de la eternidad…

Fecha: 4 de septiembre de 2016 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Pocas cosas me causan más temor que decir una tontería irremediable. Me aterra decir algo inapropiado por culpa de mi ignorancia (y todos tenemos algo de ignorantes). Por eso soy cuidadoso en mis expresiones y me niego a los juicios tajantes relacionados con alguien o algo. Es decir, prefiero moderar y evitar las posiciones radicales, tan cercanas siempre a la estupidez.
Quizás la culpa de ese temor provenga de una lectura temprana del saqueo de Corinto por un duro general romano, Lucio Mummio. Este Mummio era un patriota y un hombre ecuánime, así como un general competente y cruel. Pero más allá de sus cualidades bélicas cometió un error que lo puso en el absurdo para siempre. Fue cuando sus soldados cargaron los barcos con pinturas y esculturas, lo mejor del arte griego de Corinto convertido en despojo de guerra. En ese momento Mummio les advirtió, con su aguerrido tono militar, a los capitanes de navío: «Que las pinturas no se arruinen ni se pierdan o tendrán que reemplazarlas». Una barbaridad sublime. Mummio veía en el arte objetos sin más valor que el material del que estaban hechos y pensaba que podían remplazarse con facilidad. Hasta la fecha se cita al pobre de Mummio para ejemplificar la estupidez y todos los historiadores coinciden en que se expuso a la burla por toda la eternidad.
Un caso similar, pero más relacionado con el hacer que con el hablar, es el del entonces Presidente Jimmy Carter. En un momento preelectoral delicado salió a pescar en un pantano de Georgia y un conejito se acercó a su lancha e intentó subirse. Carter se asustó mucho y apaleó al conejito con el remo, con tan mala suerte que el suceso fue grabado a distancia. Eso se convirtió en el penoso caso del «ataque del conejo asesino», motivo de hilaridad colectiva y un tema muy bien aprovechado por el retador Ronald Reagan.
Ayer me salió al paso otro penoso ejemplo. Mientras leía una biografía de Shakespeare me encontré con un juicio ligero sobre una de sus obras. El autor de este juicio no era cualquier ignorante, sino nada menos que Samuel Pepys, el protagonista de uno de los diarios íntimos más importantes de la historia, pues al detallar su vida cotidiana entre 1660 y 1669, salpicada de precisas descripciones de los acontecimientos políticos y bélicos del momento, arrojó hacia a la posteridad una guía para entender los pormenores de su época (ojalá tuviéramos diarios como los de Pepys en todos los siglos, pero en verdad escasean, aún en nuestros días). Samuel Pepys fue también presidente de la Royal Society (un honor intelectual y político extraordinario) y en esa calidad sostuvo una vigorosa correspondencia con el propio Newton. En fin, el caso es que que este obsesivo anotador acudió al Teatro del Rey, en Londres, el 29 de septiembre de 1662 y vio la representación del Sueño de una noche de verano del propio Shakespeare (muerto unos años antes), lo que inspiró su aterrador apunte: «No la había visto y no la volveré a ver jamás. Es la pieza más insípida y ridícula que existe». Dios. A veces es mejor no opinar y guardar un silencio que pueda pasar por inteligencia (o al menos por medianía). Decir juicios severos o expresar algo sin pensarlo puede ser el camino al eterno ridículo, lo mismo que apalear a un inocente conejito que se aproxima a saludarnos.

Compartir en

Deja tu comentario