El periodista Stephen Michaud entrevistó a Ted Bundy en 1980. Las decenas de horas de grabación constituyen un testimonio insólito sobre la mente de un asesino en serie. Es posible ver un magnífico documental al respecto por Netflix: “Conversaciones con un asesino: las cintas de Ted Bundy”. Algunos detalles de estas cintas son memorables. Por ejemplo, el citado periodista dice que, algún momento, Bundy comenzó a hablarle de algo extraño que identificó como “la entidad”. Es decir, una presencia siniestra que controló sus pensamientos, llenándolos de fantasías homicidas.
El periodista da otro inquietante testimonio: cuando Bundy hablaba de los crímenes que se le atribuían parecía revivirlos y su mirada se tornaba oscura. Afirma, incluso, que sus ojos azules se volvían casi negros.
Cuando vi el documental, dirigido por Joe Berlinger, recordé que otros homicidas seriales afirmaron en su momento algo parecido. Por ejemplo, David Berkowitz, apodado como “El hijo de Sam”, declaró que el perro de su vecino, poseído por algo maligno, le había ordenado (a ladridos) cometer los crímenes. Algún especialista podrá explicar, con desenfado, que eso era un caso de esquizofrenia. Cierto, pero no toda esquizofrenia lleva al homicidio y menos al homicidio en serie.
Para las personas religiosas no hay duda: el mal existe y se puede expresar de tal forma que genera una influencia en la vida cotidiana. Una mente científica podría decir, quizás, que nuestra mente posee mecanismos inconscientes, instintivos y salvajes, que pueden aflorar de vez en cuando si se debilitan nuestras zonas de racionalidad, situadas en las partes más evolucionadas de nuestro encéfalo.
Meditaba sobre eso cuando recibí un mensaje de un estimado amigo, pastor de una iglesia cristiana, variante de la fe que no comparto pero que respeto. Mi amigo me envío una reflexión sobre la presencia del mal en la vida cotidiana. De acuerdo con esta reflexión el mal está siempre al acecho de nuestras debilidades, como un depredador observando a su presa. Si el ser humano rechaza el bien en su actividad diaria, si se debilitan sus defensas racionales, si se deja llevar por la tentación, el mal ataca.
El texto utilizó una curiosa analogía: las líneas aéreas. Estas líneas poseen muchos controles de seguridad y cada vuelo es supervisado minuciosamente por un ejército de técnicos e ingenieros. Tan extremas medidas de seguridad limitan a casi el cero la posibilidad de un accidente. No al cien por ciento, claro, pues los accidentes siempre pueden ocurrir, pero las probabilidades se reducen. De esa forma, una persona cuidadosa de su propia mente y espíritu, que vive con orden, que controla su actuar y que procede con bien en su vida, difícilmente podrá ser vencido por la tentación del mal. Pero la vida juega duro: a cada instante surgen malos momentos, dificultades, circunstancias adversas (se les conoce como «detonantes»), y todo ello genera debilidad en los mecanismos racionales de los seres humanos. El bien, entonces, queda debilitado frente al mal.
Las personas que generan agresión en su vida cotidiana, que viven sin orden, que están cercanos al instinto y se alejan de la racionalidad, pueden en cualquier momento ser víctimas del mal, sea una entidad o simplemente una zona oscura de nuestra cabeza.