Las hormigas crearon un reino en mi jardín. Las dejé avanzar por un tiempo, a pesar de que lastimaron mis bellos rosales y destruyeron una verde trepadora que abrazaba al viejo muro de piedra. Una vez, debo reconocerlo, me molesté con ellas y quise ahogarlas en su metrópoli subterránea. Abrí la llave. Inundé el jardín. Las regué por horas. Pero, al día siguiente habían reconstruido su elegante pórtico y deambulaban tan tranquilas. Lo tomé con filosofía y decidí ignorarlas. Si puedo convivir con animales –me dije– puedo soportar también a los insectos. De hecho, es más sencillo convivir con insectos (a menos que quieran picarnos, claro). Lo malo de los insectos es que son mascotas incómodas. No podemos acariciarlos, por ejemplo. A un gato sí, pero son un poco sucios… dicen. Los perros son ideales para eso de las caricias, pero babean un poco y nos contagian de un olor penetrante. Pero bueno, algo se debe acariciar de vez en cuando.
El caso es que prosperaron en mi jardín. Hasta podía escucharlas (hacen un ruido extraño, como de hojas secas trituradas por una mano incansable, me imagino que el ruido proviene de sus pequeñas mandíbulas o quizás sea el eco de sus miles de pasos) y terminé por acostumbrarme a su presencia. Me di cuenta de su progreso cuando descubrí una colonia cercana al hormiguero original. Supe que era una colonia, pues las hormigas de la ciudad nueva parecían tener amistad con las de la antigua. Además, parecían tratarlas con cierto respeto, como se hace con los mayores. El caso es que a esa colonia siguieron muchas más. Deduje que buscaban aliviar el exceso de población. No es algo insólito. Así lo hacían los griegos, por ejemplo, que terminaron salpicando de ciudadelas toda la cuenca del Mediterráneo. Pero yo simpatizo un poco más con los romanos. No puedo evitarlo. Los griegos me parecen un poco ociosos y demasiado pendencieros entre sí. Es cierto, tenían genio esos griegos, pero el genio sin un sentido práctico de las cosas termina por parecer insensato. Por eso elegí los romanos. Esos no tenían remordimientos. Llegaban, veían y vencían, y después todo lo absorbían. Su hambre era tanta que digerían todo lo que caía en su poder. Incluso las religiones extrañas. Su mejor obra son los caminos. Trazaron al mundo conocido y lo redujeron a rutas… Como las hormigas. En fin, para distraerme bauticé a esas orgullosas ciudades fundadas por las hormigas de mi jardín. A la original le puse Roma, por supuesto. A otra, cercana al viejo muro, la llamé Veyes. A esa otra, muy propia para el comercio por estar cercana al carcomido zaguán y al arroyuelo formado por el goteo de la manguera, la nombré Ostia. A una más, muy pequeña y tímida, quise ponerle Corioli. A la de allá, donde una vez alguien arrojó una colilla encendida, consideré apropiado conocerla como Pompeya. Surgieron al final un par de nuevas colonias, que no resistí en llamar Clusium y Alba Longa, tan sólo por capricho. Para ese momento mi jardín estaba invadido por las hormigas. No podía caminar sin pisar algunas cuantas. Perdí mis plantas, claro, pero a cambio me divertí muchas noches imaginando las intrigas de poder en ese imperio en miniatura. Incluso creí divisar, entre el laberinto subterráneo, una estatua de las hormigas gemelas que habrían fundado la ciudad original, mientras eran amamantadas por un pulgón.
El caso es que las ciudades vivieron en armonía, hasta que una vez descubrí una guerra entre ellas. Las locas hormigas luchaban todo el día con terrible regocijo, sin importar mis desesperados llamados a la paz, o al menos a una tregua. Intenté delimitar unos territorios con un poco de cal, pero todo esfuerzo resultó inútil. Las hormigas volvían a la carga y buscaban borrar a sus respectivas enemigas de la faz de mi jardín. Fue una matanza. Dediqué las mañanas a limpiar de restos desmembrados el campo de batalla. Algunas ciudades fueron destruidas y la vieja Roma dominaba, poco a poco, la colérica partida. Era una rebelión de las colonias contra la tiránica metrópoli. Una revuelta entre hermanas.
Una tarde descubrí que algunas emigraban. Me dio lástima verlas así, derrotadas, engarzadas en una fina línea que se perdía hasta más allá del carcomido zaguán, donde antes jugaban a la guerra. Les pregunté por su destino. Una de ellas se detuvo, dejó un momento su carga en el suelo, me miró desalentada y respondió:
-Adiós gigante. Nos vamos a un nuevo continente.