«Actuar para mí es ponerme una máscara. La peor tortura que me puede suceder es no tener una máscara tras la que pueda ocultarme». Las palabras son de Henry Fonda, el actor de elegante caminar y mirada llena de extraños significados. Si, su mirada, siempre dejaba ver un pensamiento apropiado para la ocasión. Por ejemplo, cuando interpretaba a un pistolero a punto de disparar parecía decir con los ojos: «no quiero hacer esto, pero debo hacerlo» o transmitía cierta conflictividad íntima que daba verosimilitud a su personaje. Quien lo dude puede revisar alguna de sus películas, como Warlock (1959) o la famosa Once Upon a Time in the West (1968). Un extraordinario talento. En cuanto a su forma de caminar, inolvidable, el propio John Ford dijo alguna vez: «¿Usted ha visto caminar a Henry Fonda? Pues eso es el cine».
Pero aún este genio de la actuación (más bien, de la «encarnación» de personajes) sabía del poder de la máscara, un instrumento de la psique que todos utilizamos, incluso de forma patética. De hecho, todos nos creemos magníficos actores y seguimos interpretando papeles que a veces nos quedan muy mal, sin darnos cuenta de que no convencemos a nadie. Al revés de Fonda, a nosotros la mirada nos traiciona: decimos algo, pero nuestra forma de ver nos desmiente de inmediato. A veces lo intuimos y entonces bajamos los ojos o los retorcemos hacia arriba, lo que resulta peor. De hecho, usamos muchas máscaras durante el día, tantas que sospecho que pocas veces reconocemos nuestro verdadero rostro.
Es cierto, algunos y algunas se ostentan como personalidades francas y directas, lo cual es peor que una máscara: es una pose y muy poco apreciada. Me da la impresión de que quienes presumen una sinceridad que raya en lo impertinente son en realidad actores frustrados: saben que sus máscaras son poco convincentes y entonces las sustituyen con gestos burdos y altaneros. Quizás, como Fonda, sea una tortura no tener una máscara disponible para enfrentarnos al mundo, pero lo peor es que teniéndola no sepamos usarla con provecho.
En cuanto al caminado, vaya, allí la cosa se descompone más. A veces caminamos de forma tan poco amigable, tan equívoca, que ni siquiera parece que estamos viviendo, ya no digamos actuando.