Mansedumbre

Fecha: 1 de junio de 2015 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

A veces pienso que es un mecanismo de sobrevivencia: somos una especie dócil frente al poder e incluso sumisa ante sus yerros, que terminamos disculpando por más terribles que sean. Pensé en ello mientras leía las memorias de Markus Wolf (El hombre sin rostro), quien fuera líder del espionaje en la Alemania oriental durante la Guerra Fría. En uno de los primeros capítulos, Wolf narra su infancia en Moscú (su familia se había refugiado allí durante el mando de Hitler por la doble condición de su padre: judío y comunista), sus primeras ilusiones, su patriotismo inicial, su fe infantil en el modelo soviético. Un pasaje es elocuente: narra la figura benévola y paternal de Stalin, con su mentón cuadrado y su bigote, mirando al horizonte como si se tratara de un visionario, al cual saludaban los niños con emoción desde el retrato que colgaba de la pared en el aula. Ya iniciaban las purgas de 1936 y 1938, las desapariciones, las duras represiones del dictador (no hay duda en esta época que lo fue), pero todos parecían justificarlo en aquellos días por las amenazas que recibía su país, empeñado en una lucha contra el mundo. Sí, recordémoslo, siempre hay algo que justifica todo, incluso lo peor. Lo más terrible de las memorias es cuando recuerda el caso de un tal Wilhelm Wloch, que al ser detenido y prácticamente secuestrado le dijo unas últimas palabras a su esposa: «El camarada Stalin no sabe nada de todo esto». Claro, la maldad que se ceba en nuestras propias vidas no puede provenir del amo, sino de sus inconscientes esbirros. ¡Hasta ese grado llegamos! Lo peor es que el ser humano no cambia tan rápido (si es que cambia, lo cual dudo). Y al mirar a los dictadores de nuestro tiempo o de hace muy poco tiempo, los disculpamos presurosos: si hacen trampa es que el mundo es tramposo, si hacen maldades es que se enfrentan a malvados, si nos dañan es que no saben que nos están dañando. Latinoamérica es tierra fecunda al respecto. Siempre el exceso parece tener justificación y sobran sus apasionados defensores, incluso los más ilustrados. Lo terrible es darnos cuenta que a veces tenemos al dictador muy cerca de nosotros: quizás sea la pareja en el hogar, el compañero del trabajo, el vecino del barrio y aceptamos mansamente su dureza o desvarío. Ese tal Wilhelm Wloch es tan humano que me aterra parecerme a él.

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