Una vez caminé por un estrecho sendero de arena, que en realidad era un muro natural. El sendero dividía al mar de una pequeña laguna de agua dulce donde revoloteaban peces y gaviotas. Por años el mar, un mar abierto que chocaba furioso con la costa, azotó a ese delicado lindero de arena hasta reducirlo a un esbelto pasaje. Los aldeanos hicieron todo lo posible por salvar a su frágil laguna: colocaron piedras para robustecer la erosionada muralla y troncos para apuntalarla. Incluso alguien, yo diría que de manos infantiles, ordenó cáscaras de cocos asemejando un contrafuerte, pero yo supe a la primera mirada que todo sería inútil. Un día -no muy lejano- el sendero cederá, desmoronándose. Nadie volverá a caminar por él como yo lo hago hoy, con un reloj de arena bajo mis pies.