Siempre sale alguien que presume de vencer una supuesta adicción, cuando nunca la tuvo en realidad. Es muy común, por ejemplo, que alguien diga: “mi padre (o mi abuelo o quien sea) fumaba, pero un día se decidió, tiró el cigarro y jamás volvió a tocar uno”. Son historias falsas, por completo o a medias. En realidad, el citado señor (si es que existió tal historia) no debió ser un fumador en serio, porque lo que gusta de verdad no se deja de un momento a otro. Lo mismo se puede decir de cualquier adicción, pues todas ellas son un gusto personal vuelto hábito y dependencia.
Además, hay vicios que son compatibles con nuestra personalidad y otros no. Todos somos distintos. Por ejemplo, yo podría dejar de tomar cerveza de un momento a otro, porque en realidad nunca me ha gustado mucho la cerveza. Lo mismo puedo decir del tequila, del ron o de casi cualquier bebida alcohólica. Usar ese ejemplo para acreditar mi fuerza de voluntad frente a un aficionado a las copas sería una trampa, pero así sucede con muchas personas: hacen pasar sus carencias de afición por cualidades frente a los demás. Es el caso de los flacos inapetentes que se sienten dueños de una gran fuerza de voluntad frente a los gorditos que aman la comida. Algo similar ocurre con los que nacieron con poca inclinación hacia la sensualidad y el deseo: como no necesitan mucho el sexo lo miran como algo pecaminoso y abominable. Es simplemente su naturaleza.
Además, existen virtudes comunes y virtudes extraordinarias. Unas exigen poco, otras mucho. En cada ser se combinan de distinta forma. No pretendamos que los demás posean nuestra muy particular combinación de cualidades o, mejor dicho, de ausencia de defectos, pues cada uno juega sus cartas como puede.
A veces somos muy duros para juzgar a los demás. Al adicto a las drogas, por ejemplo, lo miramos como se mira a un desperdicio. Claro, si tuvimos la fortuna de vivir con relativa comodidad y en un medio grato, de no sufrir carencias graves, de no estar expuestos a condiciones adversas, de no conocer la necesidad de evadirnos del sufrimiento, de no vivir con la carga de la violencia familiar, las drogas nos parecen algo lejano y podemos sentirnos lejos de su influjo. En realidad, la diferencia entre una vida productiva y otra decadente es muchas veces resultado de la suerte, no de la virtud.
Si pudiéramos darnos cuenta de ello cambiaría nuestra forma de percibir a los demás. En lugar de juzgar trataríamos de comprender. La vida colectiva sería un tanto más grata y un poco menos dramática, creo yo.